El 18 de diciembre, por declaración de las Naciones Unidas, se conmemora el Día Internacional del Migrante.
Con ello, es imposible no referirme al tema, por considerarlo uno de los más sensibles y con decenas de variantes, todas ellas complejas, profundas y, muchas veces, aparentemente lejanas a resolverse.
Mi primer contacto con la migración fue hace más de 24 años, cuando, siendo apenas un niño y viviendo en la localidad de Chuhuichupa, municipio de Madera, mi padre, como muchos otros, decidió cruzar un desierto entero para llegar a los Estados Unidos, con la intención de darme una mejor calidad de vida.
Mi madre, maestra rural de apenas 20 años, quedó a mi cargo. En ausencia de redes sociales o medios de comunicación como los que conocemos hoy, la única opción para comunicarnos era a través de cartas. Aún las conservo, pues en ellas está plasmado, entre muchas otras cosas, lo que en aquel tiempo era mi mayor deseo de Navidad: que mi papá volviera a casa.
Hoy, con el paso de los años y al recordar aquellos tiempos, asimilo la migración como un acto profundamente humano, motivado esencialmente, y en el mejor de los casos, por el deseo de vivir mejor.
Digo "en el mejor de los casos" porque hay quienes migran no solo por la intención de mejorar su calidad de vida, sino también por la necesidad de sobrevivir o de escapar de la violencia que acecha en nuestro país.
La migración no es un acto romántico. Camina de la mano con la incertidumbre, el dolor, el miedo y las despedidas que, quizá, nunca encuentren un regreso.
Al abrir la Constitución de nuestro país, encontramos en primer lugar la definición de un derecho fundamental del que dependen todos los demás: el libre ejercicio de los derechos humanos. Este derecho implica la obligatoriedad de todas las autoridades de promover, respetar y garantizar su cumplimiento.
En ese sentido, la Constitución concede los derechos reconocidos en su texto de forma universal. Esto significa que dichos derechos no pueden ser restringidos ni suspendidos, salvo en los casos expresamente previstos en la misma.
El artículo primero reconoce, sin excepción, el derecho de toda persona a disfrutar de los derechos humanos reconocidos por el Estado Mexicano y los instrumentos internacionales, independientemente de su condición jurídica, como es el caso de las personas migrantes.
Derivado de esto, la Ley de Migración, publicada en 2011, establece los derechos de las personas migrantes, entre los cuales se encuentran: la libertad de tránsito, la seguridad jurídica, el debido proceso, la asistencia consular, la no discriminación, entre otros.
En México, el hecho de ser un país de tránsito genera una situación compleja que le asigna un rol importante como eslabón entre el sur y el norte.
Nos falta mucho por hacer en la garantía de estos derechos. Ser un país de tránsito implica trabajar para asegurar que los derechos de las personas migrantes no dependan del lugar al que se dirigen, sino de la condición humana que les acompaña.
El derecho a migrar no es una concesión, sino un acto de justicia en un mundo donde las fronteras físicas y políticas no deberían ser más fuertes que la dignidad humana.
En este sentido, a México y a los estados que somos frontera nos corresponde el deber moral y legal de garantizar protección, respeto y un trato digno a quienes transitan por nuestro territorio.
El país necesita abrir los ojos ante las violencias que sufren las y los migrantes durante su trayecto: abusos, extorsiones, discriminación e incluso el olvido institucional.
Ser un puente no debe significar indiferencia; implica reimaginar nuestra humanidad y comprender que, en ese éxodo, quienes migran no solo atraviesan tierras, sino que se convierten en parte de una historia compartida con quienes los miran pasar o los acompañan en el camino.
Con respeto, @SoyMarioSías