Las relaciones entre los gobiernos de México y Estados Unidos nunca han sido sencillas, ni siempre tienen modos suaves. No obstante, han funcionado razonablemente para las dinámicas económicas y sociales representadas por los cientos de miles de interacciones bilaterales cada día, pese a obstáculos y restricciones. Este panorama se encuentra a un paso de cambiar drásticamente. Todo apunta a que el próximo gobierno de Donald Trump, una vez que asuma el cargo de presidente, recargará sobre México su inflada prepotencia y mayor radicalismo. Ya lo hizo una vez, ahora puede ser mucho peor.
Entre finales de 2018 y durante el primer semestre de 2019, entre cesiones por México y presiones adicionales –como la amenaza de aranceles a las exportaciones mexicanas– nuestro gobierno terminó alineado con el objetivo de exclusión de migrantes y refugiados impulsados por Trump. La política migratoria giró de una defensa de derechos de los migrantes y del impulso al desarrollo, para implementar abiertas medidas de contención mediante la incorporación de las Fuerzas Armadas en esas tareas y en la militarización del Instituto Nacional de Migración. La Guardia Nacional y la ley en la materia, que le asigna funciones de control migratorio, son la herencia más evidente de la huella de Trump sobre las políticas mexicanas.
Ahora el escenario puede ser peor. La próxima presidencia de Trump arriba en condiciones más extremas en lo ideológico y más potentes en lo político. Su directo control de los puestos fundamentales del gobierno de Estados Unidos es una explícita amenaza al ser ocupados por leales y radicalizados, por cierto, cuestionados debido a su carencia de experiencia o de congruencia ética. Vale decir, Trump no tendrá límites internos en el control de su gobierno. Además, al tener mayoría el Partido Republicano en ambas cámaras del Congreso, tampoco Trump encontrará contrapesos sustanciales. Si al panorama anterior se suma el extensamente promovido racismo y xenofobia entre el electorado estadunidense, los incentivos para un Trump más agresivo y sin límites están más que anunciados.
México es un objetivo, sin duda. Desde hace años –y con independencia de estadísticas de migración y de refugio– Trump definió a las movilidades humanas irregulares como una “invasión” y amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos, además de hacerles responsables de todos los crímenes y problemas sociales. Las cifras de los flujos no importan, pues siempre hay “otros datos” y sobre todo otras justificaciones.
La relevancia decisiva de los migrantes para el crecimiento de la economía de ese país tampoco está entre los considerandos de la tajante exclusión. No hay razones, sino posiciones ideológicas: entre otras, que México es responsable y que debe ser espacio de contención; además, que el gobierno mexicano debe fungir como aparato de control migrante. Este es el objetivo, que parcialmente ha sido cumplido desde junio de 2019.
En el discurso de Trump la solución final de su obsesión contra migrantes y refugiados es simple: nadie más arriba a las fronteras de Estados Unidos y, paralelamente, deben ser expulsados todos quienes están irregularmente en el país. Sobre esa ruta ha ido ajustando sus iniciativas: desde la construcción de muros, la amenaza de usar a las fuerzas armadas como aparato de expulsión y, de manera complementaria, el sometimiento de México a su objetivo. Para eso amenaza con aranceles, ahora en escala multiplicada; para eso usará la coyuntura de revisión del T-MEC, así como impugnará la expansiva presencia del comercio chino en México.
La cereza de la agresividad de Trump tiene por nombre el narcotráfico: los carteles mexicanos de la droga y del fentanilo en particular. La amenaza última será su probable declaración como organizaciones terroristas y, por consiguiente, su conversión en objetivo directo de las fuerzas armadas y de seguridad de Estados Unidos. Este escenario sobrepasaría todos los límites de la soberanía de México y retrocedería el marco bilateral por casi dos siglos. Grave entre lo grave, crítico entre las crisis.
En este momento lamentablemente el Estado mexicano avanza hacia un punto de aguda debilidad, por voluntad del partido gobernante y de su liderazgo. El desguace de las instituciones fundamentales –la República, la estructura democrática, el sistema federal– resulta extraordinariamente inoportuno ante la coyuntura que está a un paso de materializarse. Si bien nuestras instituciones nunca fueron un ejemplo de desempeño –por ello, la facilidad con la que son desmontadas– constituían un piso básico de capacidades operativas, posibilitando cuadros políticos y profesionales capaces de reaccionar de manera pertinente ante los desafíos.
Hoy nos encontramos ante la carencia de ese piso, fundamental para la comprensión y reacción ante la tormenta en curso. Por si faltara algo, al quiebre del marco institucional se sumó su complemento: el “10% de capacidad y 90% de lealtad” es de uso abrumador entre los cargos institucionales, en todos los rangos. ¿Así, cómo?
La consolidación y expansión de las organizaciones criminales, cobijadas por la amplísima impunidad con la que operan, constituye otra enorme piedra que hunde el barco de las instituciones mexicanas. Ocurre en los municipios, estados e incluso en los ámbitos federales.
Las actividades criminales se han convertido en un costo inmenso en todos los sentidos. Bajo esas condiciones ¿cómo argumentar y negociar con el gobierno de Trump sobre el tema? Por otro lado, está la acelerada apertura comercial con China ¿qué nadie previó que es un evidente factor de tensión para el tratado comercial con Estados Unidos y Canadá?
Del mismo modo el acercamiento más que ostentoso con Cuba y Venezuela, en abierta exposición frente al gobierno de Estados Unidos, junto con las muchas consideraciones a Rusia ¿no es evidente que apuntan a mover el escenario geopolítico regional? Más todavía, si el modelo de Estado en construcción en México se dirige hacia el modelo cubano y venezolano.
La coyuntura mexicana –por lo que sucede internamente en México– dibuja así un cuadro de fragilidades y de tensiones que resultan más que atractivas para la agresividad del nuevo gobierno de Trump. Todavía está en duda la respuesta de la presidenta Sheinbaum, quien no ha dado más señales que mostrar la aportación de la migración mexicana a la economía de Estados Unidos. Me temo que no será siquiera registrado el dato; del otro lado no hay razones, sino posiciones ideológica y políticas.
La principal oposición a los excesos de Trump se encuentra en Estados Unidos. Los gobiernos de California, Illinois y Nueva York, por ejemplo, se encuentran ya en explícito modo de resistencia, así como ciudades y comunidades, incluidas las asociaciones de migrantes mexicanos, además de numerosos organismos civiles.
Una parte importante del Congreso, demócrata e incluso republicana tiene amplios cuestionamientos al proyecto de Trump sobre aranceles, lo que es crucial. Las grandes empresas transnacionales con enormes inversiones en la región también son actores fundamentales y parte necesaria. ¿El gobierno mexicano está tejiendo redes y alianzas con estas decisivas instancias? ¿O va a repetirse el “modelo” de negociación utilizado en 2019, conducido por Marcelo Ebrard? Ya sabemos cuál fue el resultado.
*Profesor del PUED / UNAM y excomisionado del INM
Con información de proceso.com.mx