Ni siquiera sé por dónde comenzar; y como no sé, voy a empezar por el final, nada más porque es lo único que se me ocurre.
Voy a aprender inglés. Yo, no es que no quisiera aprender inglés… bueno, sí, pero no.
Me explico.
A 10 ans, je voulais apprendre le français (a los diez años yo quería aprender francés) y fui y le dije a mi mamá y a Petty, mi hermana. Ambas, pozos de sabiduría, me dijeron (sin decírmelo así) que era una idiotez (insisto, ésas no fueron sus palabras) y que lo que yo debía estudiar era inglés porque el francés me iba a servir básicamente para dos cosas: para nada y para puritita ch… y a aprender inglés fui; como no tenía ni voluntad, ni gusto, ni interés, ni nada, en los siguientes meses no aprendí ni mádere. Me quedé con el “gud morning, gud ivining, gud afternun, mai neim is Luis, nais tu mit yu; I laic de carrot queic; jou mani, jou much; jam and egs, guan rum and tu birs, plis”, o sea “Buenos días, buenas noches, buenas tardes, me llamo Luis, encantado de conocerte; me gusta el pastel de zanahoria (que ni me gusta); cuántos, cuánto; huevos con jamón; un cuarto y dos cervezas, por favor”; que los iba acomodando a mi leal saber y entender y como se fueran presentando las circunstancias. Jamás aprendí. O sea, otra vez, sí, pero no. Me vuelvo a explicar:
Más o menos sé leer inglés (no se puede estudiarlo en forma intermitente durante diez años ni viajar por medio mundo sin saber un poco), pero hasta ahí; cuando intenté leer novelas (para mejorar mi léxico y mi comprensión), aquello fue una pesadilla: me daban unos dolores de cabeza horribles, sólo comparables a cuando intenté empezar a jugar ajedrez. Desistí. ¿La razón? Muy simple: traduzco, no pienso. O sea, sí pienso (aunque no mucho), pero no pienso en inglés. Pienso en español y, dice María que no, no, no, no, que, para hablar un idioma extranjero, es necesario pensar en ese idioma. Así me quedé. Empantanado.
Pasaron los años y la vida no me pidió aprender inglés ni mejorarlo. He ido a un montón de lugares con mi español pasable y mi inglés mocho. De hecho, una lección de autoconfianza extraordinaria e inolvidable, me la brindó Patty, mi hermana, cuando me dijo que los que tenían que saber español eran ellos (los dependientes, vendedores, recepcionistas, etc.) y verdaderamente creo que tiene razón. Desde entonces, a donde llegue, lo primero que pregunto es: “¿Du yu spic spanich?” (¿hablas español?). Si no, pues ya vamos viendo; si sí, siempre puedo comer otra cosa que no sean huevos con jamón. Me acuerdo de mi primera vez en Inglaterra, ahí voy, en el metro, con un fulano a preguntarle no sé qué. Le dije yo, típico mexicano considerado y humildito: “Sorri, ai dont spic inglish” (perdón, no hablo inglés) y el mamón me interumpió: “yuar talking it” (lo estás hablando)…”, “chtm” (pensé) y como dice el poema: me di la vuelta, cerré los ojos y lo dejé pasar.
Pues bien, el fin de semana pasado estaba yo en Washington y María y Charles, prácticos y desenfadados como son, decidieron aprovechar el viaje y casarse; intenté trasladarme en tren a New Jersey, mas no fue posible porque el sistema se descompuso (los gringos también tienen problemas del Tercer Mundo) y ahí me quedé, varado, en medio de la nada y a hora y media de mi destino final.
Le llamé a María, le expliqué el problema y le dije que me iba a tardar en llegar, pero que llegaría; ella tardó un minuto en responderme por WhatsApp: “No te preocupes, ahí va Charles por ti”. Estuvimos casi dos horas compartiendo vehículo con una conversación que iba penosamente de ida y vuelta. ¿Cómo estarán las cosas que Charles me dijo que habla mejor el chino que el español?
A Charles lo conocí en Barcelona y desde el primer momento me cayó bien; me dio risa porque en este viaje me platicó que en aquella ocasión estaba muy nervioso de cómo irían las cosas conmigo, literalmente, el papá de la novia. Lo pasamos bien en aquel entonces, tanto, que al mes le propuso matrimonio a María, ella aceptó y lo demás (casi un año después) fue esperar que a ella le llegara la visa de prometida de su ahora esposo. La ceremonia fue extraordinariamente sencilla, aquí les dejo unas cuantas fotos.
Estoy por terminar estos párrafos y si usted no ha entendido el meollo de estas líneas, voy a necesitar explicárselo: a mis casi sesenta años de edad, voy a aprender inglés.
Lo que le quiero decir es que, con casi diez años fuera (desde los 18 años empezó su aventura en China), casi no he visto a mi hija: una mujer a la que amo y admiro en grado tal que me faltan las palabras para expresarlo.
Sí, no tengo palabras para decirles lo orgulloso que estoy de ella, de su dedicación, de su empeño, de su talento, de su valentía, de su independencia, de sus logros; y como no quiero volver a perdérmelos, como voy a treparme en un avión para ir a los Estados Unidos cada vez que pueda, necesito hablar inglés porque no quiero perderme una sola de sus palabras; porque quiero vivirla a plenitud; porque quiero compartir sus momentos desde la raíz y hasta la entraña: desde las aurículas que me lleven su voz —y la de su esposo y la de sus hijos (mis nietos) y la de sus amistades y la de sus vecinos y la de su entorno (ésa que será su nueva vida)— hasta el centro de mi pecho (bueno, poquito a la izquierda), justo hasta el fondo de mi corazón. Así de simple… bueno, que conste que también me quiero dar una paseadita por Broadway y no es cosa de ir al teatro nada más a pelar lo ojos.
María, Charles, larga vida y felicidad plena; que Dios bendiga cada uno de sus pasos; reciban desde aquí, otro abrazo, uno largo y cálido y fuerte y enorme; que su felicidad perdure; que sus sueños se cumplan; que la vida los premie con una vida de pareja que le dé sentido al hecho de compartirla con el otro. Besos, mil, diez mil, un millón.
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Luis Villegas Montes