¿Cómo, cuándo y dónde se sembró esa semilla perniciosa, y cuáles fueron las condiciones para que germinara y decantara en los graves problemas que hemos tenido a principios de este siglo? Haré un brevísimo recuento sobre estas respuestas, mi querido lector:
Hasta mediados de los años 80, la incidencia de delitos con mayor impacto tenía lugar en las comunidades más afectadas por la desigualdad, pobreza y el alto nivel de desempleo.
Sin embargo, ese patrón sufrió un cambio a partir de ese momento, cuando la política económica neoliberal precarizó el trabajo de millones de mexicanos reduciendo el valor del salario hasta la cuarta parte, así como las prestaciones asociadas al mismo. Y le voy a dar un dato: En 1981, con un día de salario mínimo equivalía lo que se podía comprar con 400 pesos del 2018. Sin embargo, en 2018 el salario mínimo apenas era de 87 pesos.
Como respuesta, familias enteras desarrollaron estrategias para involucrarse intensamente al mercado laboral, caracterizadas por un aumento de la participación laboral de segmentos antes dedicados a las labores domésticas, a la crianza y cuidado de los hijos, como era el caso de las mujeres jóvenes y adultas.
Fue así como en las regiones donde la expansión económica era más acelerada y se manifestaba en la creación de cientos de miles de empleos formales, cuatro generaciones de los hijos de familias trabajadoras crecieron en condiciones de abandono.
Este modelo de abandono y trabajo intensivo se multiplicó en las ciudades fronterizas, particularmente en Tijuana, Ciudad Juárez y Reynosa, donde la participación laboral de las mujeres jóvenes alcanzó tasas próximas al 30 por ciento, mientras en otras ciudades semejantes, del resto de México, no superaba el 10.
A principios del nuevo milenio, párrocos de Ciudad Juárez alertaron de esta tragedia social: 10 mil jóvenes asociados al narcotráfico, con armas de alto poder y agrupándose bajo patrones propios de la delincuencia organizada, con la complicidad de los cuerpos de seguridad.
Nadie escuchó y la catástrofe social estalló cuando el gobierno de Felipe Calderón, siguiendo una estrategia policial, declaró “su guerra” al crimen organizado, que tuvo el efecto de multiplicar por 10 los índices de homicidios dolosos.
El gran error resultó en una absurda política de confrontación sin modificar las bases que generaban la violencia generalizada, como eran la infiltración, la limitada formación e indisciplina de los cuerpos de seguridad, la corrupción del sistema de impartición de justicia y una política salarial que mantenía en la pobreza a millones.
Pronto el régimen de violencia e inseguridad se reprodujo en otros centros urbanos y rurales donde extrañamente, como en la Frontera Norte, convivieron el crimen, mayores oportunidades laborales y una estrategia de seguridad infiltrada por los cárteles de la droga.
El INEGI publicó en 2018 que, con la excepción de las entidades de Guerrero, Michoacán y Morelos; entre las 10 con mayor incidencia homicida se encontraban entidades caracterizadas por una alta tasa de participación laboral en trabajos formales de suyo intensivos.
Identificar los factores estructurales fue la base de la que partió López Obrador para definir una existosa estrategia para reducir la pobreza laboral y la desigualdad.
Otra estrategia era reformar las el Sistema de Justicia; ya aprobamos la Reforma Judicial y vamos por la integración del cuerpo policial que, mediante procesos formativos, y bajo una estricta disciplina, garantizarán un nuevo régimen de seguridad, capaz de derrotar y liquidar a la delincuencia organizada.
Ya veremos cómo si será posible acabar con el modelo neoliberal para consolidar otro sustentado en la construcción de la paz, humano, solidario y generoso, centrado en el trabajo digno, decente y en la lealtad de nuestra Guardia Nacional.
Juan Carlos Loera