CHILPANCINGO, Gro., (Proceso).– En el camino, Hilda Leguideño Vargas ha perdido su hogar, su tienda, sus emociones, su salud y hasta la noción del tiempo.
“Pierde uno prácticamente todo, pero es nada comparado con que te quiten un hijo”.
Hay algo que la mantiene de pie. Son los sueños donde su hijo Jorge Antonio Tizapa Leguideño aparece en un salón de clases o en su motocicleta. En esas quimeras Jorge habla brevemente con su mamá. Le dice que no lo dejan salir de clases o que irá a ver a su hijita. Ella lo abraza.
En su peregrinar lleva un estandarte de manta donde bordó a detalle el rostro de su hijo, uno de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, víctima de desaparición forzada el 26 de septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala.
En los 10 años de ausencia, Jorge Antonio Tizapa también ha sido inspiración de sus dos hermanos. Iván, el menor, logró concluir su licenciatura en Educación y ahora es maestro de nivel básico; su hermana Karol, la mayor, cursa el tercer grado en la Escuela Normal Carmen Serdán en Teteles, Puebla.
Hilda, madre de uno de los 43, parece estar lista para la semana de lucha preparada para exigir, una vez más, la presentación de los jóvenes con vida.
Ya una vez viajó a Mexicali cuando supo de un joven en situación de calle con características físicas como las de su Jorge Antonio. Preguntó en albergues, estaciones de policías, hospitales y calles. Nada, nadie le dio informes.
Hilda, de 52 años, porta unos tenis grises, pantalón de mezclilla, playera rosa alusiva al tercer aniversario de la desaparición y una pequeña mochila negra. En la víspera participó en una marcha de más de ocho kilómetros en la capital del estado sin descanso, aunque físicamente se ve entera.
Pero en el repaso de los 10 años de pesadilla, su rostro de tez clara guarda tristeza y en sus ojos melancolía y lágrimas.
Mientras conversa con Proceso, llueve la tarde del jueves 19 de septiembre último sobre la normal rural de Ayotzinapa.
“Nos vimos muy desgastados”
Jorge Antonio, de 20 años, llegó a la normal de Ayotzinapa el 20 de julio de 2014.
Era de nuevo ingreso, como la mayoría de los estudiantes desaparecidos. Fue su segundo intento. En el primero dejó de estudiar y optó por trabajar porque sabía que sería padre.
Lo hacía como chofer de una Urvan en la ruta Atliaca–Tixtla.
Con el tiempo le contó a su madre que deseaba estudiar para ofrecerle una mejor vida a su hija y le pidió ayuda con el cuidado de la niña.
“Era su vocación, quería estudiar para maestro, él vería la manera de seguir trabajando y estudiando”, recuerda Hilda.
La madre lo describe en tiempo presente:
“Es muy sociable y le gusta mucho la docencia, por eso decidió entrar a esta escuela”.
Jorge Antonio no dejó de trabajar. Ya lo hacía desde que estudiaba la preparatoria. Se iba a la Central de Abastos de Tixtla para cargar las bolsas a los clientes y ayudaba a abrir sus locales a los comerciantes. Nunca estuvo quieto, siempre andaba buscando la manera de obtener algunos pesos.
Jorge Antonio es el segundo de tres hermanos. El menor es Iván y la mayor Karol.
Su papá emigró a Estados Unidos cuando Jorge tenía cinco años.
Hilda tenía en su casa una tienda de algunos productos de consumo y de manualidades que elaboraba como piñatas, flores de papel, collares y pulseras.
Esa vida, aunque sencilla, le parecía algo cómoda:
“Tener mi tiendita, hacer mis cosas, y sacar mi dinerito para poder salir adelante”.
Cuando Jorge Antonio fue desaparecido de manera forzada se perdió todo. Lo principal era enfocarse en su búsqueda. En ese momento Hilda no pensó en su tienda ni en otras cosas, simplemente se perdió todo lo que en ese entonces tenía.
La casa quedó abandonada porque Iván, el hijo mejor, decidió acompañar a su mamá a la búsqueda. Karol ya vivía aparte.
Hilda y su hijo Iván, si acaso, iban a su casa a bañarse, a dormir dos o tres horas y de nueva cuenta tenían que regresar para retomar las actividades de búsqueda.
Vivían prácticamente en la normal rural de Ayotzinapa.
“Que tú tengas una persona desaparecida pues acaban prácticamente con tu vida, ya no eres la misma persona. Tienes que salir, buscar a tu hijo y exigir”.
La familia, como los hermanos, dice Hilda, también tienen sus sentimientos y lo extrañan.
Ese cambio abrupto de vida representó más desgaste económico.
“Nos vimos muy desgastados porque tenemos que salir y ver la manera de solventar nuestros gastos. Ya no tenemos la vida que teníamos antes, que quizá era un poco más cómoda tener mi tiendita, hacer mis cosas, y sacar mi dinerito para poder salir adelante”.
Ahora la señora Hilda se tiene que enfocar en las actividades de búsqueda y ver la manera de ir generando algo de ingreso para sobrellevar su vida.
Primero estampó unas playeras que entregaba a los papás para venderlas y se repartían las ganancias; continuó haciendo de manera artesanal llaveros, pulseras y lapiceros con el emblema de la tortuga.
“Fui perdiendo muchas cosas en el camino, se tiene que ir uno deshaciendo de cosas, no puedo decir qué, pero ya no es lo mismo. Sí pierde uno prácticamente todo, que no es nada comparado a que te quiten un hijo”.
El estado anímico y físico es otro padecer.
Las emociones se las destruyeron, asegura la mamá de Jorge.
“Tenemos enfermedades a cada rato, pero buscamos cómo atendernos para retornar. Es lo que hemos hecho durante todo ese tiempo”.
Hay muchas mamás y papás que tienen enfermedades crónicas como diabetes e hipertensión.
Pese a las afecciones, dice, “hemos decidido seguir para saber de nuestros hijos, no podemos dejarlos así”.
Los duelos del cuerpo
Para el sacerdote y director del Centro de Defensa de Víctimas de la Violencia Minerva Bello, Filiberto Velázquez, cualquier hecho relacionado con la violencia trastoca la vida integral de las familias y los proyectos pasan a segundo plano.
“Usualmente lo que se desarrolla es el problema del duelo, la parte emocional que tiene que ver con ansiedad y la depresión”.
De manera paralela, continúa, vienen las afectaciones a la salud:
Lo que menos piensan (los padres) cuando andan en esto es en la alimentación. Los primeros años fueron muy intensos y muchos desarrollaron diabetes e hipertensión. Recordemos la primera muerte de Minerva Bello en 2018 y siguieron otras.
Minerva Bello Guerrero, madre de Everardo Rodríguez Bello, murió a causa de un tumor cancerígeno que le fue detectado, pero que no fue atendido.
Tomás Ramírez Jiménez, padre de Julio César Ramírez Nava, falleció por una complicación de diabetes. Julio César fue asesinado la noche del 26 de septiembre de 2014.
En 2021 murió también por diabetes Saúl Bruno Rosario, padre de Saúl Bruno García. Y de covid-19 pereció Bernardo Campos Cantor, el Tío Venado, padre de José Ángel Campos Santos.
En 2022 perdió la vida por un infarto Ezequiel Mora Chona, padre de Alexander Mora Venancio.
El defensor de derechos humanos indica que la Ley General de Víctimas es muy clara en que debe haber un acompañamiento psicológico y médico, pero que al final están en un país y en un estado con deficiencia en el sistema de salud.
Es un sistema (el de salud) precario que no tiene ni presupuesto, que padece cualquier persona de a pie. Ahora es peor lo que sufre alguien de por sí ya vulnerado por su calidad de víctima y eso complica su realidad.
Filiberto Velázquez asegura que lo que las madres y padres necesitan es una atención de calidad, un diagnóstico integral de su estado de salud mental y físico.
El Estado que ponga los recursos, para que instituciones profesionales en estas materias puedan trabajar con ellos (los padres de los normalistas), y que un funcionario de alto nivel les dé seguimiento, propuso el sacerdote.
–¿Dónde está ahora? ¿Dónde están parados los padres? –se le pregunta a Hilda Leguideño.
–¿Dónde estamos…? Estamos estancados porque el gobierno tiene la respuesta, pero no la quiere sacar a la luz.
La mujer refiere que los informes de los expertos hacen el señalamiento al Ejército, de que deben entregar los 800 folios faltantes del Centro Regional de Fusión de Inteligencia (CRFI) que operaba en Iguala en 2014 y que están en poder de los militares.
Es ahí donde comienza todo lo que ocurrió aquella noche del 26 de septiembre, asegura.
“Lo hemos solicitado y el presidente (Andrés Manuel López Obrador) se comprometió a entregarlos. Ahora dice que no existen, que los militares no tuvieron responsabilidad o participación, pero hay pruebas de que los militares estuvieron presentes en diferentes puntos en el ataque de nuestros hijos”, dice Hilda.
La memoria de esta mujer tiene presente los lugares y momentos de la intervención militar del 27 Batallón de Infantería de Iguala aquella noche y madrugada de septiembre.
“Dieron completo seguimiento. Estuvieron en la avenida Juan N. Álvarez, en el Palacio de Justicia donde encontraron al joven que estaba desollado, Julio César Mondragón Fontes”.
Y continúa su relato: “Fueron al hospital Cristina; anduvieron patrullando lo que es Iguala, en la colonia por la asta bandera donde algunos jóvenes huyeron a resguardarse por el temor a que les pasara algo”.
El Ejército, ratifica, dio un completo seguimiento a los estudiantes y eso consta en los archivos que han solicitado. “Es ahí donde podemos encontrar la respuesta, pero se han cerrado, ya no quieren dar la información”.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador, asegura, optó por defender el Ejército y ahí no pueden pasar.
En esto hay altos mandos involucrados, no sólo los militares que recibieron órdenes, denuncia.
Y lanza la pregunta: “¿Quién dio la orden a los funcionarios? Tuvieron un conocimiento cuando ocurrieron los hechos porque estaban monitoreados por el C-4”, así que también dieron información a las autoridades de Guerrero y federales.
Los sueños de Hilda
Se le pregunta a Hilda si tiene condiciones de salud para continuar en la lucha.
“Hay un desgaste físico y emocional, pero no puedo retirarme. Lo he intentado, digo ‘ya no más’, pero no puedo”.
Dice tener lo que llama “momentos de debilidad” ante los muchos problemas encontrados en el camino de su lucha, en los que piensa “pues qué más da si participó o no, total, ya no hay avances”.
En casa, cuando se pone a pensar en esto y ve a los otros padres y familias en las actividades, es cuando se responde: “Tengo que seguir porque no puedo estar sin saber dónde está mi hijo”.
Hilda Leguideño ha soñado muchas veces a Jorge Antonio. Distintos sueños.
En uno de los primeros, su hijo le dijo: “¡Ya llegué, mamá!”
La señora Hilda, le comentó en el sueño a su hija: “¡Pellízcame! No sé si estoy soñando. No estás soñando, ya llegó”, le responde.
Y Jorge interviene: “Pero ahorita vengo, voy a ver a mi hija”.
En otro sueño, Hilda lo fue a visitar a la escuela. Jorge estaba en un salón tomando clases, no podía salir.
Lo llamó y cuando salió le dijo que no podía irse.
–¿Por qué no?
–Es que no me da permiso la maestra.
En otro sueño el joven iba en su moto, su mamá lo alcanzó y lo abrazó.
La hija de Jorge Antonio tiene ahora 11 años; fue llevada allá por su familia materna. Hilda ha dejado de tener comunicación con su nieta.
–¿Desde cuándo?
–No recuerdo; cuando estás en esto pierdes la noción del tiempo.
Con información de proceso.com.mx