Los liderazgos de Alejandro Moreno Cárdenas en el PRI y Marko Cortés Mendoza en el PAN representan una paradoja dolorosa para sus respectivos partidos. Ambos asumieron las riendas después de derrotas electorales devastadoras, con la esperanza de revitalizar y reposicionar a sus organizaciones como fuerzas políticas dominantes. Sin embargo, sus mandatos han estado marcados por una serie de desafíos y retrocesos que han debilitado significativamente a sus partidos.
Alejandro Moreno, conocido como Alito, tomó las riendas de un PRI que históricamente había sido un pilar en la política mexicana. Sin embargo, bajo su liderazgo, el partido ha experimentado una vertiginosa caída en su influencia y representación. De ser la segunda fuerza política nacional, el PRI ha descendido al cuarto lugar, perdiendo gobernaturas clave y enfrentando una disminución severa en sus bancadas legislativas. Las divisiones internas y la incapacidad para detener la migración de votantes hacia Morena han sido puntos críticos de su gestión, dejando al PRI en una posición vulnerable y cuestionada dentro del espectro político nacional.
Por otro lado, Marko Cortés heredó un PAN que, a pesar de ser la principal fuerza de oposición al gobierno de López Obrador en 2018, ha visto cómo su influencia se desvanece progresivamente. Gobernando varios estados y manteniendo una fuerte presencia en el Congreso, el PAN bajo Cortés ha sufrido pérdidas significativas en elecciones estatales y legislativas. La falta de una estrategia coherente para diferenciarse de Morena y la incapacidad para mantener la unidad interna han debilitado su capacidad de ser una oposición efectiva y constructiva.
Ambos dirigentes han sido objeto de críticas por desperdiciar oportunidades cruciales para fortalecer y expandir sus partidos. En lugar de consolidar una oposición unida y estratégica, sus liderazgos han contribuido involuntariamente al crecimiento y consolidación del movimiento obradorista. Esta dinámica no solo ha polarizado internamente a sus partidos, sino que también ha dificultado la construcción de una alternativa sólida frente al gobierno en turno.
Para México, es imperativo que la oposición desempeñe un papel efectivo y responsable en la defensa del estado de derecho y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Una oposición robusta no solo debe señalar las fallas del gobierno, sino también ofrecer soluciones concretas y viables que aborden los desafíos nacionales. Esto requiere un liderazgo visionario y un compromiso firme con los principios democráticos, trabajando en la construcción de consensos que promuevan el bien común y aseguren la rendición de cuentas en todos los niveles de gobierno.
Es necesario ejecutar una reflexión en donde los partidos y sus representantes contemplen la situación actual del país, en donde el cambio o no de las dirigencias, debe ir enfocado en ofrecer a la sociedad una opción que mejore la calidad de vida de las y los mexicanos.
El futuro de la oposición depende de que pueda aprender de sus errores pasados, renovar su enfoque estratégico y reconstruir la confianza perdida entre los ciudadanos. Solo entonces podrá cumplir su papel crucial como contrapeso democrático y motor de cambio positivo para el país.