La Guerra de los Pasteles (II de II partes)

Investigación y edición, José Luis Muñoz Pérez

II de II partes

         Al finalizar 1837, aún no se había podido concertar un tratado definitivo con Francia, pese a la firma de la convención en 1834. Francia se mostraba  más exigente que ninguna otra nación al negociar el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación, y México se negaba a darle satisfacción. Además, Francia había revivido los reclamos por ofensas a sus súbditos, obteniendo tajantes negativas.  Decepcionado, frustrado e irritado, el barón Antoine-Louis Deffaudis, representante francés, abandonó las negociaciones, solicitó su pasaporte al gobierno mexicano y dejó la ciudad de México el 29 de diciembre, con destino a Veracruz. El 15 de enero se embarcó en el buque francés Laerouse, fondeado en Sacrificios. Al embarcarse, la corbeta inglesa Rainbow, que se hallaba en el mismo fondeadero, le obsequió un saludo de 13 cañonazos, cortesía que mostraba implícitamente que los ingleses seguían de cerca los acontecimientos.  Partió Deffaudis a La Habana, donde residía la Comandancia de las Fuerzas Navales Francesas del Caribe, pero pronto regresaría.

         El 24 de diciembre el Diario Oficial dio a conocer que por noticias particulares dignas de todo crédito se conocía la aproximación a las costas mexicanas de una flota francesa de guerra. Sin duda, tales “noticias particulares” procedieron de fuentes inglesas. El gobierno de Bustamante reaccionó rápido, ahora sí, solicitando al congreso autorización para “proporcionarse” hasta 8 millones de pesos mediante las hipotecas convenientes, dividiendo el empleo de los recursos en los gastos que exigiese la guerra de Texas -ya abandonada tras varios inútiles intentos- y las “necesidades de sostener vigorosamente la integridad del territorio de la República, “por cualquier punto que fuera atacada”.

         El 6 de febrero de 1838 fondeó en Antón Lizardo una cuadrilla compuesta por una veintena de embarcaciones de la flota gala caribeña,  y a los tres días pasó a la Isla de Sacrificios. Tal acción era ya, tácitamente, una amenaza que no podía ignorarse. Tan luego como se tuvo esta noticia en México   Don Luis Gonzaga Cuevas Inclán  que estaba encargado interinamente del Ministerio del Interior envió aviso a los gobernadores de los departamentos -ya no eran Estados, pues el régimen de Bustamante era centralista-  encargándoles “dictasen todas las previsiones necesarias  a fin de que, instruidos, los mexicanos no  extraviasen la opinión  y cuidasen de prevenir cualquier exceso  con respecto a los ciudadanos franceses”.

         El gobierno de Bustamante se apresuró a solicitar explicaciones a la legación francesa sobre la amenazante presencia de la cuadrilla naval, pero pasaron 20 días sin obtener respuesta alguna. Hasta el día 26 llegó a la presidencia un comunicado dirigido al gobierno por el barón Deffaudis que contenía un “Ultimátum”. México debía pagar una indemnización sumada en 600 mil pesos -por primera ocasión expresada en tal dimensión- por daños y perjuicios causados a sus ciudadanos y por la negativa de hacerles justicia. También pedía castigo con cárcel a los jueces y funcionarios que se habían negado a atenderlos.

         Esa noche el gobierno puso en conocimiento de las cámaras  el sorprendente ultimátum e indicó su resolución de no contestar a él mientras permanecieran en Veracruz las fuerzas navales,  “pues la dignidad nacional se lastimaba de que pudiera llegar a creerse que cualquier composición  que en el asunto se hiciese  hubiera sido dictada, no por la razón  y la justicia sino por la presión de las tropas francesas o el temor a sus armas. Esta actitud fue aprobada por el Congreso y aplaudida  por el concurso que llenaba las galerías. El 31 se publicaron por suplemento en el Diario  el ultimátum y la decisión del ministerio  y se circuló la noticia a los  gobernadores  excitando su celo y patriotismo y  exhortando a los mexicanos a la unión,  al cumplimiento de las leyes,  y a la conservación  de la tranquilidad pública”.

         Tres eran las categorías generales en que dividió sus reclamaciones el barón Deffaudis en el ultimátum:

         1.- Los saqueos y destrucción de propiedades durante  los disturbios ya por parte del pueblo, ya por los partidos beligerantes , por ejemplo, saqueos del Parían en México, de Tehuantepec, de Oaxaca y de Orizaba y motín en México con motivo de la reducción del valor de  la moneda de cobre y la afectación de esta medida al patrimonio de los franceses ajenos a sus causas. También se agregó el caso de la incautación de varios cerdos, bajo la acusación de estar enfermos de triquinosis, a un carnicero francés que en su denuncia ante las autoridades afirmó que  en realidad los animales habían sido sacrificados y hechos carnitas y chicharrones en un festín de soldados del gobierno; así como  el de un francés acusado de homicidio que permanecía en las mazmorras de San Juan de Ulua sin habérsele iniciado proceso, como en iguales condiciones había docenas de mexicanos en esa y en otras prisiones.

         2.- Percepción violenta de préstamos forzosos que se calificaban contrarios tanto al derecho de gentes  como a los tratados y no menos opuestos  a la equidad natural por la injusta  parcialidad de su repartición.

         3.- Denegación de justicia, actos, decisiones o juicios de autoridades administrativas  calificados por el barón de  “ilegales e inicuos”.

         A la primera categoría contestó  el gobierno mexicano que “ni él ni la nación  podían constituirse responsables de los  daños y perjuicios causados en la guerra civil por los rebeldes sublevados contra su autoridad, con el declarado intento de destruirla. Cuando se le alegaron las concesiones de  gobiernos europeos en casos semejantes, el de México respondió que si  se habían tenido excepciones en países  que contaban muchos años de paz y sobrados elementos para la represión  para evitar trastornos de orden público,  no era el caso de México que por desgracia  había tenido que sufrir todos los males de la guerra civil y que el tesoro público no podría jamás hacer frente a tales erogaciones, que en caso de ser consentidas  constituirían un  golpe mortal a la tranquilidad y a la moral, pues la seguridad  de la indemnización fomentaría  las revueltas civiles, ofreciendo campo vasto para especular  sobre el trastorno del orden”. 

         Dice Olavarría y Ferrari, autor del cuarto volumen de México a Través de los Siglos  que “no consideró el  gobierno que  podría volvérsele el argumento,  contestándole que una vez negado  el derecho a indemnización los revolucionarios podrían a mansalva  dedicarse a hacer fortuna despojando a extranjeros”. El gobierno mexicano creyó remediarlo todo proponiendo que la cuestión se sometiese al arbitraje de una tercera  potencia -quizá pensando en Inglaterra-  propuesta que Deffaudis calificó de irrisoria, pues  según decía no se trataba  de aquellas cuestiones ordinarias de doctrinas o de intereses en que puede hacer  duda y transacción, sino  de atentados contra la seguridad de personas y propiedades  que jamás pueden dar lugar a un arbitraje, ni según el derecho internacional ni según el derecho privado. Así pues, ni los deberes  ni la dignidad de Francia  permitirían jamás dejar a merced de un tercero el cuidado de decidir si los despojos,  la violencia y los asesinatos de que sus ciudadanos  habían sido víctimas, serían o no objeto de reparaciones suficientes.

         Agrega  Olavarría que, ante la amenaza francesa,  “El entusiasmo patriótico  de la ciudad  de Veracruz y de los pueblos de aquella  costa se expresó espontáneamente por medio de manifestaciones enérgicas y de ofrecimientos  genuinos y generosos.  El patriotismo nacional estaba exaltado. En la capital y otras regiones varias personas ofrecieron sostener a su costa a uno o varios soldados destinados a combatir a los invasores y nos parece seguro que si aquella administración hubiese sido capaz de hacer algún sacrificio de poder en bien de la unión  a que invitaba a todos sus compatriotas, si se hubiera sabido aprovechar  aquel entusiasmo y el que más adelante mostró  el pueblo para que se le armase  y constituyese en cuerpos voluntarios, la campaña abierta por los franceses  no habría sido ni tan breve ni tan desfavorable como para México lo fue, y alto hubiese podido quedar el honor de aquel gobierno, que ninguno alcanzó según se condujo  en tan lamentable conflicto”.

         Ciertamente, en el gobierno se discutió la posibilidad, pero por una parte se carecía de armas y de dinero para adquirirlas y por otra se evaluó  la eventualidad de que el pueblo armado se insubordinara contra el centralismo. En ese tenor, se optó por  recurrir sólo a la propaganda para aprovechar el sentimiento nacional procurando unidad en torno al gobierno, que  se felicitaba de que sus tropas  y autoridades habían sofocado un motín en Autlán de Jalisco ; de que el coronel Armijo pronto tendría pacificado  al nuevamente rebelde departamento de Nuevo México, de que Gordiano  Guzmán había sufrido una derrota en Tingüindín, y otra semejante Olarte en Tuxpan…

          Lo cierto es que por todas partes brotaban el descontento y los levantamientos.  En Sonora  Leonel Gándara, en Chiapas José Manuel Gutiérrez, etcétera, etcétera. La mudanzas  de secretarios eran continuas; en el gabinete  no existían ni acuerdo ni uniformidad . El 22 de marzo renunció el secretario del interior  José Antonio Romero. La petición de ayuda al clero, que decía apoyar al gobierno de Bustamante, para que  aportara  de sus caudales y ayudara  a conseguir entre los fieles adinerados   un préstamo de 6 millones de pesos que  estaba facultado a  negociar el Banco de Amortización, obtuvo como única  respuesta  trasladar a México el día 17  a la Virgen de los Remedios y  hacerle fastuoso recibimiento en las iglesias de monjas.

         Los días 2 y 4 de abril el congreso  expidió sendos decretos  concediendo amnistía por  los delitos políticos cometidos  desde el 2 de mayo de 1835 y llamó al ejército a cuantos de él hubiesen desertado , sobre la base del perdón y olvido. Ningún resultado dieron. Los cabecillas de las insurrecciones mostraron que no las iniciaron buscando medro personal, sino  un cambio de gobierno y de sistema en aras de un bien nacional. En resumen, el gobierno  se distraía en medidas inútiles y asumía la política del avestruz,  sin maniobrar para desactivar la amenaza francesa.

         Deffaudis había señalado el 15 de abril como fecha última para dar respuesta satisfactoria a su ultimátum, advirtiendo que si no se contestaba favorablemente  pondría el devenir de las cosas en manos de Monsieur Bazoche,  comandante de la fuerza naval. Bustamante no varió su “postura  de dignidad”, como si esa supuesta dignidad fuera una real barrera defensiva, y el 16  Bazoche declaró bloqueados los puertos de la República -en los hechos sólo Veracruz- y dijo que lo hacía de un modo “amistoso”, pues permitiría a los pescadores mexicanos  laborar sin interrupción ninguna. También comunicó que por lo pronto no habría otra hostilidad, pues “la Francia  confiada en su buen derecho no quería desde luego aniquilar a México con el peso de su poder”.

         El gobierno mexicano  se limitó a emitir un comunicado garantizando  la seguridad de la legación francesa y la de los ciudadanos franceses en el país y sus propiedades. Igualmente, sostenía que en relación con las reclamaciones  ninguna violación de tratados existía, pues  no debían considerarse como tales  las “declaraciones provisionales” de 1827 ni la de 1830, lo cual no formaba en ningún párrafo parte del Ultimátum. El  encargado de la legación Monsieur de Lisle pidió sus pasaportes y salió de la República  el 1 de mayo, abordando  un buque francés. Ese mismo día se supo que entre los franceses llegados a la costa mexicana a bordo de la nave de mando se encontraba el joven príncipe de Joinville, de sólo 19 años de edad, tercer hijo varón del Rey Luis Felipe y de su esposa  la reina Marie Amelie de Borbón-Dos Sicilias.

         Poco se sabe y mucho menos se vincula en México el hecho de que el 28 de marzo  de ese mismo 1838 los franceses habían bloqueado el puerto de Buenos Aires y toda la boca del Mar del Plata, -la desembocadura fluvial más grande del mundo, de 360 kilómetros en su parte más ancha-. La razón, la negativa de la Confederación Argentina a eximir a los franceses radicados en su territorio de la obligación de prestar servicio militar, exigida reiteradamente por la legación gala.  Juan Ramón Rosas, gobernador de la provincia de Buenos Aires y a la sazón líder máximo de la Confederación, resistió durante dos años tanto al bloqueo como a  los embates del representante  principal de Francia, Luis Felipe de Orleáns, emparentado con la familia real. Rosas resintió el descontento de los porteños  argentinos y de Uruguay, que proponían ceder,  y el financiamiento y aliento de Orleans a sus opositores, pese a lo cual durante los dos años del bloqueo no pudo ser derrocado. Un grupo de exilados que habían sido jefes de la Guerra de la Independencia, bajo las órdenes del San Martín, regresaron del exterior y se pusieron a las órdenes de Rosas. Es el caso de los generales Soler, Lamadrid, y Espinosa, que en el exilio en Montevideo supieron ver el peligro de la invasión francesa. En 1840 finalizó el bloqueo sin que Francia se saliera con la suya.

         El sentido común y la lógica aplicada a la política exterior francesa obligan a  suponer que la decisión de Buenos Aires impulsó la tomada para con México. En ambos casos fue argumento central el de la obligación del servicio militar a los ciudadanos de origen galo asentados en sendos países americanos. Ciertamente, destacan dos notas diferenciantes: el gobierno bonaerense, aunque acosado por opositores,  era fuerte y no enfrentaba sublevaciones armadas; y acá se reunieron otros agravios a la lista de reclamos. En una carta fechada en abril de 1838, el vicecónsul francés en Buenos Aires, Aimé Roger, hace explícito el propósito de su país, sin dejar espacio para dudas:  “…infligir a la invencible Buenos Aires un castigo ejemplar, para que las Américas reconociesen su poder como potencia…”

         El príncipe de Joinville fue educado desde los 13 años en la Armée Royale, de donde se graduó como teniente en 1836. A fines del año siguiente se trasladó a las Antillas, donde Francia tenía destacamentada su  flota de América. En 1840 se le confió el encargo de llevar los restos de Napoleón Bonaparte desde Santa Elena a Francia. Se casó el 1 de mayo de 1843 en Río de Janeiro, con Francisca de Braganza y Austria, princesa imperial del Brasil, hija del emperador Pedro I de Brasil y rey Pedro  IV de Portugal y de María Leopoldina de Habsburgo-Lorena, archiduquesa de Austria, por lo tanto hermana del emperador Pedro II de Brasil, de quien, consecuentemente  el joven príncipe era cuñado. En 1844 dirigió las operaciones navales en la costa de Marruecos, bombardeando Tánger y ocupando Mogador, acción que le valió  el grado de vicealmirante. Llegó a ocupar el más alto rango en la marina francesa y la historia lo ubica como uno de los grandes militares navales de Francia. En el bloqueo a Veracruz desempeñó su primera participación en una guerra. Joinville es una comuna del noreste de Francia, que en este caso se aplica como gentilicio de linaje, y que implica jurisdicción sobre su territorio.

         Según un artículo publicado en  Le Journal de Paris, el 11 de agosto de 1838, con informes de los viajantes del  bergantín francés Coracero, a dos meses de iniciado el bloqueo a Veracruz treinta embarcaciones mercantes habían sido rechazadas y por  sus cargamentos era fácil calcular  que las pérdidas de los mexicanos  rebasaban ya  un millón  novecientos mil francos.

         En los últimos días de abril y principios de mayo las armas del gobierno de Bustamante  obtuvieron diferentes triunfos sobre sublevados de distintas localidades como Mazatlán, Culiacán, Zamora, y las afueras de Morelia. Esperando conquistarse la adhesión de las clases altas, Bustamante presumió que le sobraban elementos para domeñar a los rebeldes, pero en realidad los hombres del dinero se inclinaron a creer que la torpeza administrativa del presidente  era lo que había dado creces a las sublevaciones. Lo cierto es que consiguió también pacificar Sonora por medio del gobernador Manuel Gándara y concluir la rebelión en Chiapas encabezada por José Miguel Gutiérrez quien fue muerto  en la sangrienta batalla de Capoya. Pero en lo referente al bloqueo francés no había nada qué festejar. El presidente declaró que “las hostilidades habrían debido justificar las represalias más severas, más el gobierno, después de haber dejado bien puesto el honor nacional no ha encontrado inconveniente en excitar con su generosa moderación al gabinete de Francia para que adopte otra conducta conciliable con el decoro e intereses de los dos países”.

         En otras palabras, se confesaba paralizado, sujeto a la conmiseración del agresor y carente de estrategia diplomática alguna. En los hechos, las “represalias” no habían sido ni severas ni suaves.

         Cuando inició el bloqueo a Veracruz,  Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón se encontraba refugiado y arrumbado en su hacienda de Manga de Clavo lamiéndose las heridas y el desprestigio  que le causó su rendición y la firma  del reconocimiento de la Independencia de  Texas, en el Puerto de Velasco el  14 de Mayo de 1836, -que el gobierno de México rechazó con el válido argumento de que un general prisionero carece de facultades  para una decisión de tal magnitud. (https://tlamatqui.blogspot.com/2013/05/tratados-de-velasco-14-de-mayo-de-1836.html

         Santa Anna había regresado a fines del año anterior a Veracruz a bordo del USS Pionner de su  viaje forzado a Washington a donde fue llevado aún prisionero de facto para entrevistarse con el Presidente Jackson, quien intentó infructuosamente redefinir la frontera común. Un resorte  impulsado por su adiestrado olfato en el oportunismo lo hizo intuir en su letargo que el desafío francés le venía como anillo al dedo. Presto, se puso manos a la obra. Reunió un pequeño grupo y lo desplazó a las cercanías del puerto para ver más de cerca los acontecimientos, e infiltró espías cercanos al general Manuel Rincón, comandante en Jefe del Departamento de Veracruz.

         Entretanto, el gobierno habilitó para el comercio extranjero los puertos de Alvarado, Tuxpan, Cabo Rojo, Soto la Marina, e  Isla del Carmen en el Golfo, que sorprendentemente no contaban con autorización para recibir importaciones. Los mismo hizo con Huatulco y Manzanillo, buscando con ello una compensación a  los derechos que había dejado de percibir en Veracruz, puerto que lucía desolado, pues los bloqueadores  apresaban cuantas embarcaciones desinformadas intentaban penetrar en él, reteniéndolas con todo su cargamento. 

         El periódico L´Universel ,  capitalino  en francés, publicó una carta firmada por el cónsul en Veracruz, Mounsier  Gloux,  expresando su enorme complacencia por la desastrosa situación en que se encontraba el puerto y por  la invicta actuación de las tropas francesas que interceptaban  los navíos mercantes. El gobierno reaccionó de inmediato y el 15 de mayo le entregó su pasaporte, lo cual equivalía a que debía abandonar el país. Gloux se quejó de que la medida hubiese sido tomada sin verificar si fue él  o no el autor de dicha carta, insinuando que no, pero respondió que  se embarcaría de cualquier manera en la escuadra para no exponer a un cónsul de su nación “a un atropello de gentes  mal instruidas en los procedimientos diplomáticos”.

         En su discurso  al cerrar el periodo del congreso Bustamante volvió a mencionar el bloqueo: “No  podré asegurar cuál será el término  de estas lamentables diferencias  pero si protesto que será digno  de la nación mexicana”.

         Por lo que respecta al frente norte, dijo: Tengo el más vivo sentimiento de no poder anunciaros  que la campaña de Texas se haya abierto de nuevo, pero vuestra sabiduría  calificará si ha sido posible  al gobierno allanar las dificultades”.

         Es decir,  el tema Texas había caído en el abandono, afirmando el triunfo de los separatistas y confirmando la razón que tuvo el expresidente Nicolás Bravo  al renunciar a la jefatura de un ejército que carecía de lo más mínimo para cumplir la misión que el gobierno le solicitaba. Por cierto, a esas fechas  dicho ejército llevaba ya tres meses sin paga al igual que los empleados del gobierno.

         Para subvenir las nuevas urgencias, el 13 de julio el congreso emitió una autorización para imponer “en clase de arbitrio extraordinario” una contribución por 4 millones de pesos.

        Cinco días después, 18 de julio, el congreso dio una nueva autorización  al gobierno para negociar otro préstamo por 2 millones de pesos, “con el principal objeto de  atender a la defensa de los departamentos litorales  de la República contra cualquier  agresión extranjera”.

        Como algo había que celebrar, un mes después se autorizó la traslación desde la modesta, o mejor dicho, paupérrima tumba en el atrio de la iglesia de San Antonio de la Villa de Padilla, Tamaulipas, -donde fue pasado por las armas el 19 de julio de 1824-  a la Ciudad de  México, de los restos “del Héroe de Iguala” -cuidándose de no llamarle Consumador de la Independencia Nacional- Don Agustín de Iturbide.

        “Decíase que los honores que a la ilustre víctima se rindiesen excitaría el patriotismo del pueblo, recordándole sus grandes hombres y pasados triunfos”.

         El congreso que lo derrocó, que lo declaró traidor y lo condenó al destierro y a la muerte ahora se amparaba en  su memoria para implorar el nacionalismo popular.

         Ya había Santa Anna emitido un decreto en el mismo sentido en 1833, pero por la misma polarización que ha llevado siempre a México al desastre desde su independencia, no llegó a ejecutarse. Se propuso con elemental sentido común que la ceremonia  coincidiera con el 27 de septiembre, día de la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la capital mexicana 14 años antes, pero no se reunieron a tiempo  los fondos necesarios.

         El gobernador de Tamaulipas José Antonio Quintero, procedió a formalizar solemnemente la ceremonia de sustraer los despojos del Emperador -fusilado ahí el 19 de julio de 1824-  ante la presencia de parroquianos, curas, jueces, soldados y todas las autoridades residentes,  la mañana del 22 de agosto de 1838. Encontraron su osamenta sobre una gran loza pétrea, sin ataúd,  y junto la  del general insurgente Manuel Mier y Terán, quien se suicidó el 3 de julio de 1832  con su propia espada en la misma casa donde Iturbide pasó las últimas horas, atormentado por su fracaso en el intento de recuperar Tampico de manos de sublevados comandados por el General Moctezuma. Mier había dejado por escrito la orden de que se le enterrara junto a Iturbide.

         Relata don José Ramón Pacheco que los huesos del emperador estaban cubiertos por pedazos de una levita de paño morado, bordada de trenzas de seda negra, junto a unos tirantes de seda blanca, una hebilla y trozos de camisa de olanes perforada por las balas, igual que el cráneo. Fueron introducidos en una caja de lata y trasladados por dos voluntarios a la capilla de San Antonio bajo vigilancia del Coronel Juan Nepomuceno Cuevas. En el altar los esperaba el cura Eulalio de la Merced Trujillo y Mata, dispuesto a entonar un canto de responso. Ese mismo día, el gobernador Quintero entregó al Teniente Pedro Arcadio Cantón las reliquias, dentro de la misma caja  -forrada con paño negro, guarnecida de galón de oro y cerradura de hierro-  enumeradas en un inventario: “Dos huesos al parecer femorales, dos tibias, dos dichos de antebrazo, dos idem de brazo, cuatro piezas más que no se clasifican, dos idem de omóplato, dos idem de cadera, dos idem que parecen de esternón, seis pedazos de cráneo, un idem de mandíbula superior, un idem de mandíbula inferior, una parte superior de la espina, ciento nueve fragmentos, entre costillas, apondiles, un pedazo de género bordado, una hebilla de tirante”. El resto de la osamenta, pasaron sus piezas  en calidad de reliquias a manos de Marcial Guerra, Coronel Manuel Reyes Veramendi y otros vecinos de Padilla .

         Cobra para mi especial interés este inventario firmado por el gobernador, su receptor y trasladante, más el cura y el comandante de Padilla, porque en muchas ocasiones he leído, como en México a Través de los Siglos y otros libros de prestigio, llamar “cenizas” a los restos de Iturbide. De haber existido algunas, no fueron incluidas en la urna que llegó hasta la catedral metropolitana el 26 de octubre, luego de una larga travesía de 200 leguas -unos mil kilómetros- pasando por diversas ciudades donde invariablemente recibió homenajes parecidos a los de un santo.

         Mientras los restos de Iturbide viajaban a México en lenta procesión, el 7 de septiembre, a fin de dar contento a quienes habían mostrado su disgusto por la autorización del gobierno para que regresara del exilio a México el líder de los liberales Valentín Gómez Farías, Bustamante ordenó detenerlo y enviarlo a prisión, junto a otros 5 prominentes seguidores de la misma causa. Pesaron en su contra las acusaciones de haber denunciado al gobierno “por los malos juicios que de la constitución hacía”. Para colmo, puso a Gómez Farías y a Don José María Alpuche bajo custodia de los frailes de Santo Domingo, una de las principales fuentes radiantes del odio contra los liberales.

        Ese septiembre el gobierno de Francia asestó un duro golpe al mexicano, sin disparar ni un tiro ni mediar advertencia: Otorgó su reconocimiento a Texas como nación independiente, siguiendo lo hecho por los Estados Unidos exactamente un año antes. La “pérdida” de Texas era un hecho consumado e irreversible, no de entonces sino de mucho tiempo atrás. Inglaterra, a pesar de estar convencido de que no habría otra salida, aun se resistió  dos años más a dar el mismo paso. Pero no tenía duda de que México no  recuperaría, no podía recuperar ese enorme territorio. Así  lo dejaba claro el ministro británico Richard Pakenham en una carta al  Foreign Office el 1 de julio de 1836, en la que decía textualmente: “ningún esfuerzo que pueda hacer este país  será suficiente para anexar de nuevo a Texas a la República Mexicana… tras los eventos presentes sería imposible para México mantener a Texas dentro de sus posesiones, al hallarse más allá de su poder”.

        Por fin llegaron los restos de Iturbide a la capital, precisamente al templo de San Francisco. La historiadora María Elena Vázquez Mantecón escribe:

"Ese día (24 de octubre), desde temprano, sonaron cada cuarto de hora las campanas de muchas iglesias y tronaron los disparos de la artillería, que continuarían después cada hora hasta el día 26 que saldrían a su destino en Catedral. Durante estos dos días y fracción que los restos estuvieron con los padres franciscanos, se dijeron más de cien misas, algunas de réquiem -tanto en los altares laterales como en el principal- en un escenario elegantemente arreglado en el que sobresalían, sobre el lienzo negro que cubría el fondo, el verde, el blanco y el rojo de las banderas trigarantes que enmarcaban el catafalco y la enorme cantidad de velas encendidas que confundían su humo con el que salía de cuatro jarrones de plata maciza que hicieron las veces de perfumeros… "La procesión de las cenizas a la metropolitana empezó a las once de la mañana y fue muy suntuosa [...] todo el trayecto se cubrió con la vela o toldo que se usaba en la fiesta de Corpus y participó tanta gente en el desfile que cuando los primeros llegaron a las puertas del templo, los últimos todavía no salían de San Francisco [...] los que desfilaron iban vestidos a todo lujo: militares, escuelas, cofradías, terceras órdenes, comunidades religiosas, clero, parroquias, cabildo metropolitano [...] la urna fue puesta en un carro enlutado con terciopelo negro, adornado con penachos cuyas plumas eran de los colores de la bandera mexicana. Jalaban el carro seis caballos negros cubiertos hasta el suelo de paño del mismo color [...] en la tarde tuvo lugar un solemne  acto fúnebre con misa, responsos y una oración toda en latín [...] las exequias formales fueron al día siguiente -27 de octubre- con la asistencia de las principales autoridades políticas del país [...] al final, pasaron la urna a la capilla de San Felipe de Jesús donde se le construirá un altar que los ha albergado hasta nuestros días".

         Por cierto y entre paréntesis, el entonces presidente Bustamante dispuso que su corazón fuera colocado en la misma urna en la que están los huesos de Iturbide y así fue.

         En eso ocupaba la atención la sociedad mexicana, mientras el bloqueo de Veracruz parecía no existir, salvo por las mermas que la operación de las aduanas significaba para el erario nacional, sin duda su principal fuente de ingresos, y la paralización del comercio en todos los establecimientos que dependían de las importaciones de Europa.

         Los franceses se mostraron más interesados en destrabar el conflicto: El 26 de octubre llegó a Sacrificios el contraalmirante  francés Charles  Baudin quien el 28 mandó  al oficial Led Ray  con pliego para el gobierno  anunciándole estar investido de plenas facultades  para tratar el conflicto.  Llegó a la capital el 1 de noviembre y regresó a Veracruz el 4, con la respuesta de que el gobierno de México estaba dispuesto a admitir negociaciones y nombrar plenipotenciario.  El 11  se recibió una nota de Baudin diciendo que estaba dispuesto a trasladarse a  Jalapa para iniciar pláticas y el  14 salió de México a esa ciudad investido con suficiente autoridad Don  Luis Gonzaga Cuevas. Iniciaron conferencias el 17. Francia insistía en el pago de los 600 mil pesos  aplicable a resarcir a sus súbditos  de los daños sufridos durante los disturbios y ofrecía retirar sus  fuerzas de inmediato al ser aceptadas las condiciones y serían devueltos cuantos buques y cargamentos se hubieran apresado durante el bloqueo, sin poder hacer reclamaciones por los deterioros sufridos.  En principio, México se mostró de acuerdo en hacer un pago de 600 mil pesos, pero sin aceptar el motivo que Francia reclamaba y sugirió que se le diera un giro diferente al concepto. Francia renunció a la destitución de jueces y militares, quedando a cargo de las autoridades mexicanas el castigo por haber  “negado justicia a los súbditos del Rey Luis Felipe”.  Pero Baudin añadió la petición de un millón de pesos como indemnización por los gastos incurridos por Francia en el bloqueo; y que la indemnización  de los 600 mil pesos  fuese no extraordinaria ni disfrazada sino formal. Quería que su reclamo quedara explícitamente satisfecho. Más aun, el tema del comercio al menudeo, que el gobierno de México se reservaba como  derecho de impedir su ejercicio a los franceses cuando así lo considerara, siguió siendo motivo que impedía conciliar, igual que el de los préstamos forzosos y el que no se les obligaría a tomar las armas.  Como no avanzaron en ningún acuerdo, el 19  avisó Baudin que  el 21 regresaría a Veracruz  como así fue, y se embarcó el 22.  Baudin comunicó que esperaría hasta el 27 y que de no recibir respuesta satisfactoria iniciaría hostilidades.

         Baudin otorgaba un término de 10 días para que el acuerdo le fuera entregado debidamente autorizado por el congreso y signado por el Presidente de la República,  o de lo contrario ya no tendría efecto. El canje de las gratificaciones se haría en Paris en el término de 4 meses.

         La guerra se juzgó inevitable y los habitantes de Veracruz comenzaron a abandonar la ciudad. A las 9 de la mañana del 27 de noviembre llegó en manos de dos enviados la respuesta  del ministerio negándose a aceptar  la propuesta de Baudin y  “recomendando a su consideración  las familias infelices de la plaza que halagadas con la esperanza de un avenimiento o por falta de recursos no han salido aun de ella”.

         Cuando los oficiales mexicanos Valle y Diaz Mirón entregaron  a Baudin el comunicado,  a bordo de la fragata Nereida , capitana de la escuadra, ésta ya  navegaba remolcada por un vapor  para situarse en posición de ataque a San Juan de Ulua. “Hallábanse acoderadas una fragata, dos bombarderas y la corbeta Criolla, al mando del príncipe  Joinville”, quien ansiaba comandar su primer acto de guerra.

         A las 11 volvió a puerto un bote que había despachado el vicecónsul inglés  con un pliego que para Baudin  le remitió el ministro de Gran Bretaña; de regreso, el  almirante avisaba  al vicecónsul  que dentro de una hora rompería fuego.  Los oficiales mexicanos aun estaban a bordo.

         Bazoche y su estado mayor habían detectado  con sapiencia que el fuerte de San Juan de Ulua, situado en una roca que sale al mar  a 5 kilómetros de tierra firme,  es de “casi imposible acceso”  por tener que seguir la escuadra  la sinuosidades de un canal  muy estrecho, coronado  a derecha e izquierda,  de rocas que no solamente podrían comprometer el resultado y la seguridad de la tripulación  al encallar uno o más de sus buques. El análisis quedó asentado en actas firmadas. Y se acordó que para hacer eficaz el ataque era menester tomar posiciones muy específicas.

         Tanto los comandantes de Ulua como del baluarte de  Santiago advirtieron los desplazamientos de las embarcaciones francesas y su cómodo y libre posicionamiento. Le participaron su observación al  general Manuel Rincón jefe superior de Veracruz,  pidiéndole autorización inmediata para hacer fuego. Rincón les contestó que se abstuviesen de ello hasta  el regreso de los parlamentarios.  La orden superior era, además,  que por ningún motivo  fuese México el primero en quebrantar la paz.  “Su desobediencia a estas ordenes pudo haber  modificado la suerte de México en aquel  desastre… hoy honraríamos su memoria  -dice Olvarría y Ferrari- … De hecho, los movimientos de línea de la escuadra francesa tomando posición de combate  podían y debían  ser considerados como un rompimiento de aquella dañosa y mal simulada paz …”

         Después de la una, cuando los marinos mexicanos capciosamente detenidos en el Nereida  no regresaban aun al puerto, los bergantines hamburgués y belga, el paquete  inglés y una goleta americana que ahí fondeaban  levaron anclas y se hicieron a la vela  retirándose de aquellas aguas que el almirante  ya dominaba…

         A las 2 y media rompieron sus fuegos cuatro fragatas, una corbeta y un bergantín que se habían posicionado a su antojo por el este y el nordeste además de  otra fragata, dos corbetas y dos vapores que variaban su posición según les acomodaba … Apenas  habían descendido del Nereida los enviados mexicanos -que pudieron dar por cumplida su misión en tan sólo 5 minutos, pero fueron  largamente utilizados-  se  escuchó el primer cañonazo obligándolos a atravesar la bahía entre un diluvio de balas… A las 3 pusieron pie en tierra.

         Sobra decir que ni Ulúa ni Veracruz estaban equipados para enfrentar a la escuadra francesa. Con la poca gente y armas disponibles, el general Antonio Gaona, su comandante, condujo por cuatro horas y media una heroica defensa del castillo. Tras su captura, firmó el 28 de noviembre las Capitulaciones de Ulúa y el general Manuel Rincón, jefe de la plaza de Veracruz, una convención similar respecto a la ciudad.

         Santa Anna envió de inmediato un mensaje a Bustamante suplicándole encarecidamente su autorización para ir “de nuevo en defensa de la Patria”, sin pedir nada a cambio para su “modesto pero decidido ejército compuesto de patriotas”,  salvo una rápida respuesta “dada la gravedad de los acontecimientos”.

         El comandante Gaona pinta así cuál era el estado del frente al dar inicio la acción en su parte oficial al General Rincón:

         “V. E. conoce muy  bien que la defensa de la fortaleza de Ulúa consiste exclusivamente en artillería, tanto más cuanto se esperaba que el ataque se esperaba por la misma arma y de un calibre superior…Convencido de esto he manifestado a V. E.  varias veces el mal estado en que se hallaban nuestras piezas, especialmente en sus montajes; la escasez de municiones para mantener un fuego sostenido de piezas de grueso calibre que consumen mucha pólvora; la falta de espeques y demás útiles de batería, de que era necesario tener un repuesto para reemplazar los muchos que se inutilizan en combate. V. E.  con el empeño que era consiguiente mandó facilitarme lo que pudo reunir en esa ciudad, pero no era bastante , pues no contaba ni aun con lo indispensable para las piezas montadas. En tal  situación no me quedaba otro arbitrio que reducirme a lo que había, y esperar el resultado fatal  de una defensa, que sin los elementos necesarios, aunque fuera honrosa, no podía dar gloria a las armas de la República”

         Dos días después de las Capitulaciones, cuando todavía no se apagaba el fuego en Ulúa, el gobierno de Anastasio Bustamante desaprobó furioso ambos acuerdos, declaró por  Bando Solemne el Estado de Guerra con Francia y dio el mando de Veracruz “al General  Antonio López de Santa Anna”. Este recibió su nombramiento en la noche del 3 de diciembre y de inmediato condenó la rendición de Gaona y de Rincón.

         En siete meses de bloqueo Bustamante se había desentendido de dotar al “fuerte” de los mínimos enseres, aun cuando había solicitado y obtenido autorización del congreso para adquirir 14  millones de pesos en préstamos, que teóricamente se destinarían a “defender la integridad del territorio”, de los cuales no usó uno solo en ese efecto,  pero “muy dignamente” de un plumazo mandó someter a consejo de guerra a Gaona y a Rincón.

         La declaración de guerra fue, sin embargo, muy celebrada y recibida con gran regocijo público. La muchedumbre reunida en la Plaza de la Constitución de la capital, a gritos eufóricos exigía rifles o cualquier arma para irse contra los franceses. Mucha gente se quería enrolar, pero el gobierno contuvo el furor. El presidente emitió otro bando que decretaba la expulsión de los ciudadanos franceses, quienes ya habían comenzado a salir de Ciudad de México.  Sin embargo, en Veracruz no era obligatoria su partida, sino voluntaria, y se dispusieron  el bergantín hamburgués Emma y el belga Wind-Hand para quienes quisieran zarpar.

         Como Inglaterra había ofrecido su mediación, Baudin comunicó que su gobierno no la aceptaba.

         “¡Merde!”, dicen que fue el grito de Baudin cuando se enteró de la declaración de guerra; su primera reacción de cólera se convirtió en sorpresa porque era lo que menos esperaba, máxime cuando ya surcaban el océano las noticias de la rendición que con gran orgullo había redactado de su puño y letra.

         Para entonces, Santa Anna había llegado al puerto como comandante. En la noche se entrevistó con el vicecónsul inglés. Este le contó que estuvo con el contraalmirante, quien le encargó que le dijera que no tenía intención de atacar la plaza, a menos que se le obligase a ello como represalia.

         No obstante, Santa Anna hizo lo que sabía hacer; limó las asperezas que habían raspado su relación con el general  Mariano Arista, le dio instrucciones de posicionarse en el cuartel del oeste e instruyó la defensa del ubicado al este. Con una gran autosuficiencia comunicó a los enviados franceses que quedaba abierto un parlamento hasta las ocho de la mañana del 5 de diciembre.

          Pero el 4 de diciembre  Baudin ordenó el desembarco de tropas en Veracruz para el día siguiente, a las 5 de la mañana, con propósitos concretos: “Tomar los dos fortines que flanquean la ciudad al este y al oeste y hacer prisionero al General Santa Anna que ha entrado en la ciudad con un pequeño número de tropas y ha violado la capitulación”.

         Un documento rescatado por el General Arista cuando estuvo prisionero detalla la estrategia ordenada por Baudin: “La columna de la izquierda atacará el muelle y el fortín del este. La de la derecha  tomará el fortín del oeste. Los cañones serán destruidos y / o tirados por encima de las murallas,  y las cureñas, despedazadas a hachazos. Si el enemigo no está en actitud de hacer resistencia las columnas seguirán la dirección de las murallas de la ciudad, desmontando e inutilizando las piezas”.

         No fue tan sencillo.

         El miércoles 5 de diciembre de 1838 el Puerto y la ciudad de  Veracruz amanecieron  cubiertos de una densa niebla que redujo considerablemente la visibilidad, dificultando el desembarco, que tuvo un retraso de media hora o poco más que lo planeado.

         Dice México a Través de los Siglos que el fuego lo inició el Príncipe de Joinville. “Con uno de los dos petardos que llevaban rompió la puerta del muelle”. La columna del centro marchó entonces rápidamente encabezada por el propio príncipe con dirección a la casa donde sabían que se hospedaba Santa Anna, “quien saltando de la cama a medio vestir pudo evadirse pasando por entre los mismos asaltantes sin ser reconocido. Menos afortunado,  el General Arista fue hecho prisionero y llevado a bordo de la escuadra; quizá los franceses ignorando que por una casualidad se había quedado en la plaza y en el mismo alojamiento de Santa Anna lo tomaron por este favoreciendo así la evasión del que buscaban”.

         Así lo relata Santa Anna:

         El almirante Baudin, su segundo y el príncipe Joinville habían penetrado a la plaza por tres puntos. Este último a la cabeza de cuatrocientos soldados de marina se dirigió a la casa de mi habitación para apoderarse de mi persona. Buscándome con empeño encontraron al general Arista, a mi ayudante el coronel Jiménez y a mi camarista. El príncipe impaciente por no haberme encontrado dijo: “¡ah! Escapó de ir a educarse a Paris”. Al almirante le pareció fácil tomar los cuarteles y los atacó con sus fuerzas reunidas. Cinco horas de inútiles esfuerzos le hicieron conocer su equivocación, y emprendió la retirada. La ocasión presentábase propicia, y no era yo el que había de esquivar un buen servicio a la nación. Al frente de una columna de quinientos soldados salí al alcance de los que osaron provocarnos creyéndonos débiles. Aspiraba a impedirles el reembarco y obligarlos a rendirse a discreción, para apoderarme de la escuadra. Creía contar con la brigada de Arista, muy distante de pensar que éste había pasado la noche en mi propia casa, burlándose de mis órdenes. Los enemigos caminaban con más ganas de llegar a sus lanchas que de batirse: cubría su retaguardia un cañón de a ocho. Intenté tomarlo y para detenernos lo dispararon; disparo fatal que me hirió gravemente, a la vez a mi ayudante el coronel Campomanes, a un oficial de primera fila y a siete granaderos, salvándose así los franceses. Pero tan aturdidos estaban, que abandonaron el cañón sin advertir el daño que había causado.

         Fue precisamente ahí donde Santa Anna perdió media pierna izquierda y un dedo, hecho que lo regresaría a la gloria.

         Según el propio parte de guerra de Baudin, la principal resistencia contra el avance francés provino de un gran cuartel cerca de La Merced, que hizo a los franceses siete muertos y un gran número de heridos. Protegido por muchos sacos de tierra, su portón resistía a los cañonazos del enemigo, mientras los mexicanos hacían llover fuego de fusil por las ventanas. Esta resistencia decidió a Baudin a ordenar el reembarque, pues ni quería sitiar el cuartel, ni tomar prisioneros; su propósito -dice- había sido el desarmamiento de la ciudad, "efectuado ya -según él-  a toda nuestra satisfacción" (a pesar de encontrarse bajo el fuego mexicano); además, "se temía un fuerte norte anunciado por el estado de la atmósfera" que les dificultaría el reembarque.

         Desafortunada confesión del almirante que otorga a  su  decisión precipitada la calidad de una partida a la que mejor la identifica el concepto de huida, lo que  explícitamente corrobora el haber abandonado el cañón, cuando la estrategia establecía el propósito antagónico, es decir, destruir los cañones mexicanos, no agregar uno más a sus activos:  y en reafirmación  corona el despropósito -nunca mejor aplicado el término- de haber dejado  herido e inconsciente al comandante mexicano a quien se habían propuesto aprehender.

         Es de suponer la frustración del joven príncipe, cuya imaginación sin duda lo hacía verse coronado por la gloria de capturar personalmente al general mexicano y conducirlo, también personalmente, ante su padre el rey, provocando el aplauso y los vítores  de la corte,  investido de heroicidad en su primera participación en guerra.

         La heroicidad sin embargo había estado del lado de los feroces mexicanos que defendieron los baluartes con destartalados fusiles y que si bien no lograron salvar a la Patria si salvaron a Santa Anna.

         El relato de Santa Anna continúa:

         “Después de dos horas de privado, recobré el sentido. Asombrado reconocí mi situación. Encontrábame en la sala de banderas del cuartel principal en un catre, acostado, con los huesos de la pantorrilla izquierda hechos pedazos, un dedo de la mano derecha roto y en el resto del cuerpo contusiones. Todos opinaban que no amanecería con vida, también yo lo pensaba. ¡Ay, las ilusiones cuánto poder tienen! Regocijado contemplaba la ventaja obtenida sobre un enemigo altivo, que creyó no mediríamos nuestras armas con las suyas, y el entusiasmo me enloqueció: a Dios pedía fervorosamente que cortara el hilo de mis días para morir con gloria... ¡Ah! Cuántas veces he deplorado con amargura en el corazón que la Majestad Divina no se dignara acoger aquellos humildes ruegos... ¡Arcanos incomprensibles! ... Mi enojosa vida se conserva, y los nueve individuos heridos conmigo fallecieron en poco tiempo, y fallecieron alternativamente los cinco cirujanos que me operaron, y no confiaban en mi curación”.

         Los mexicanos sin la dirección de sus generales, ni Santa Anna ni Arista,  persiguieron a los franceses hasta sus lanchas, pisándoles los talones  hasta donde sus recursos se lo permitieron, y aquellos ya desde sus fragatas y corbetas bombardearon los cuarteles durante dos horas más. Las operaciones militares terminaron poco después del mediodía, pero Baudin ordenó la continuación indefinida del bloqueo.

         Los franceses habían fracasado en adentrarse más allá de San Juan de Ulúa, posición  que reafirmaron izando su bandera en el castillo devastado.

Llegó a la Ciudad de México la noticia aderezada en la narrativa de un gran triunfo para las armas mexicanas que habían “rechazado vigorosamente al invasor”, encabezadas por el General Santa Anna, - el mismo que había derrotado cerca de Tampico al último intento español de reconquistar su antiguo virreinato el 11 de septiembre de 1829-   reverenciándolo así,  nuevamente como entonces, con el título popular de Salvador de la Patria. La noticia de que en combate perdió una pierna enterneció y profundizó el sentimiento nacionalista, consumado con el surgimiento y la encarnación de un héroe vivo y de todos conocido. “Lo de Texas” se desvaneció evanescente,  como por arte de magia, pues al fin y al cabo, a quién le importaba un territorio tan distante geográficamente y tan lejano del sentimiento nacional, comparado con el cercano y entrañable Puerto de Veracruz, íntimamente ligado a la historia nacional, que había sido salvado de las garras del  nuevo maligno, a pesar de que ya se había visto obligado a su rendición.

         Además, -razonaba el populacho- si Santa Anna había perdido Texas no había sido su culpa, sino la de todo el gobierno y todo el país que no destinaron los recursos suficientes al ejército ni manejaron con destreza el problema con los separatistas que en realidad fueron empujados a huir del sistema centralista, que  claramente repudiaban, como muchos mexicanos. Finalmente, aunque haya sufrido una dolorosa derrota, Santa Anna era un patriota y lo había demostrado en Veracruz, donde había actuado con arrojo y valentía exponiendo su propia vida.

         Y para que no quedara duda, Mariano Paredes y Arrillaga afirmó en el congreso: “el ilustre General Don Antonio López de Santa Anna ha sellado con su sangre la primera victoria que las armas nacionales han obtenido sobre la Francia”.

         Efusivamente, el puerto recibió otro título de “heroico”.

         Hoy Veracruz es la única ciudad mexicana que ostenta el nominativo de “4 veces heroica” . La primera fue por el 18 de noviembre de 1825 cuando después de cuatro años de bombardeos intensos contra el puerto, los veracruzanos lograron expulsar a los españoles; la segunda en la ocasión que hoy nos ocupa, el 5 de diciembre de 1838;  la tercera por enfrentar a los norteamericanos  en 1847 y la cuarta, también por enfrentar a los norteamericanos en 1914.  

         Luego de esa batalla que ambos dijeron haber ganado, los dos bandos, el mexicano y el francés,  quedaron paralizados, atrapados por las distorsiones de sus respectivas narrativas. Sería un hecho ajeno a ambos lo que vendría a destrabar esa parálisis mutua:

         El 23 de diciembre, con el cielo en calma y la atmósfera  límpida luego de un norte que duró varios días, los silbatos anunciaron el arribo al puerto de una impresionante escuadra británica, mayor que la francesa que “bloqueaba” el acceso. Acompañaba la batería de alrededor de 30 embarcaciones el regreso a México del Ministro Plenipotenciario de su Majestad el Rey Jorge IV, Richard Pakenham. Ningún movimiento con intención de impedir su avance hicieron los franceses.  

         De ninguna manera fue casualidad. Richard Pakenham regresaba de Londres donde había rendido un amplio y detallado informe al ministerio de Asuntos Exteriores de la situación de México  y un amplio panorama del momento por el que atravesaba América, desde posesiones inglesas al norte de los Estados Unidos hasta Buenos Aires. Fueron determinantes sus conversaciones con el primer ministro Henry John Temple, vizconde de Palmerston, quien dispuso las órdenes para que el regreso de Pakenham a México fuera acompañado de  una imponente flota.

         Inglaterra tuvo un especial interés en México desde el siglo XVIII, cuando aun era Nueva España. El motivo principal era la plata, indispensable para el comercio mundial y el pago de las guerras. Ante la ausencia en el mundo de una divisa internacional pluralmente reconocida y aceptada, la plata era el instrumento de cambio y pago en el comercio trasnacional y en prácticamente toda guerra. La Independencia de México vino a trastocar ese elemento del orden mundial. La larga y sangrienta lucha hizo que, al consumarse la independencia, de la antigua riqueza y prosperidad de la Nueva España dieciochesca sólo quedara la fama. Así, cuando se estrenó el flamante Imperio Mexicano, la realidad era triste: descapitalizado, dividido, destrozado, desarticulada la organización y desastrada la eficiente recaudación fiscal conformada a lo largo de tres siglos. Para colmo, los mexicanos carecían de experiencia política y se incorporaban torpemente a un orden internacional que no alcanzaban a entender, sumidos en los conflictos de uno frente a otro, tal como lo había querido  el intrigante embajador norteamericano Joel Poinsett, quien instauró la eterna polarización mexicana entre liberales y conservadores y de pasada se robó la identidad de las hermosas nochebuenas, imponiéndoles su nombre: “poinsetias”. 

         Inglaterra fue clave para reiniciar  las actividades productivas en el México independiente, sobre todo la minera de extracción de plata. No cabe duda de que la política británica se centró en sus intereses, pero en general fue menos abusiva que la de Estados Unidos o la de Francia. Henry John Temple le concedió a México un lugar especial, y sus memorandos nos indican las razones: México proveía la plata necesaria para el funcionamiento de su imperio y comercio.  Sólo entre 1830 y 1833 se sacó plata de México por valor de  32 millones 866 mil 583 pesos. El Cónsul Charles O’Gorman  le escribió en un menorandum a Pakenham fechado el 27 de diciembre 1834,  disponible en el Public Record Foreign Office que calculaba que dos partes de los metales mexicanos exportados de 1831 a 1841 estuvieron destinados al Imperio Británico.

         Richard Pakenham (19 de mayo de 1797 - 28 de octubre de 1868) fue un brillante diplomático británico de origen angloirlandés, quinto hijo del almirante Sir Thomas Pakenham y de  su esposa Louisa, hija del Excelentísimo  Lord John Staples, un adinerado heredero de la legendaria familia Staples y miembro del private council irlandés. Richard  fue educado en la mejor universidad de  Irlanda -lo sigue siendo- a la que ingresó desde el Trinity College.  Ingresó al servicio exterior británico el 15 de octubre de 1817 como adjunto de su tío , el conde de Clancarty, ministro plenipotenciario en La Haya. Luego fue secretario de la legación en Suiza (26 de enero de 1824). El 29 de diciembre de 1826 fue designado para el mismo cargo en México y  el 12 de marzo de 1835  ascendido a Ministro Plenipotenciario. Era sin lugar a dudas el diplomático extranjero más popular en México, pues su alegre y juiciosa personalidad le permitió llevar amistad con políticos y militares mexicanos de ambos bandos, así como con  grandes hacendados, mineros y comerciantes. No era católico, pero siendo irlandés conocía las costumbres  del catolicismo y gustaba de asistir a fiestas típicas de la alcurnia mexicana, por lo regular vestido de charro. También  usaba ese traje en las reuniones conmemorativas mexicanas y tenía una considerable colección de sombreros bordados de plata y admirables sillas de montar que gustaba de mostrar a sus invitados. Wiskey  y Ginebra de excelente calidad rociaban sus convivios. Siempre soltero y caballeroso era impecablemente atento con las damas. 

        Quizás la más problemática de sus negociaciones fue la abolición de la trata de esclavos: el gobierno mexicano se opuso al derecho de registro y las negociaciones se prolongaron durante cuatro años, pero obtuvo un tratado en 1841. Luego de su estancia en México fue Ministro Plenipotenciario en los Estados Unidos, donde lucho denodada e infructuosamente  contra la anexión de Texas y Nuevo México. La actitud de Gran Bretaña respecto a Texas demostró ser la de mayor dificultad. Las relaciones entre los dos gobiernos no eran muy cordiales, y la irritación era fácilmente provocada en ambos lados.

        Pero tras desembarcar en Veracruz en diciembre de 1838 con su imponente aparato de guerra naval no batalló  en obtener el consentimiento de los franceses para asumir el papel de mediador que ya su país  había propuesto y le había  sido rechazado por Baudin, quien sin mucho pensarlo cambió de parecer al ver la escuadra inglesa rodeando la suya. Los primeros protocolos tuvieron lugar al arrancar 1839. El gobierno mexicano designó plenipotenciarios para la negociación al General  Guadalupe Victoria y a Manuel Eduardo Gorostiza y por los franceses debió dar la cara Baudin.

        Para febrero ya estaban negociando.

        En el número 23 de Relatos e Historias de México Javier Torres Medina nos regala  este exquisito relato:

        Durante su convalecencia por sus  heridas Santa Anna se mantuvo atento a las negociaciones. Hasta su lecho de sufrimiento llegó un emisario del gobierno para informarle que el Congreso había emitido un decreto. El adolorido general le pidió que se lo leyera. El enviado carraspeó para aclarar la garganta y leyó en voz alta:

        “El general en jefe, oficiales y tropa a su mando, que el día 5 de diciembre de 1838 repelieron a las fuerzas francesas que invadieron la plaza de Veracruz han merecido el bien de la patria… (pausa) —¡Prosiga! —dijo el general impaciente—. El general en jefe llevará en el pecho una placa y cruz de piedras, oro y esmalte, con dos espadas cruzadas, una corona de laurel entrelazada en ellas en el punto de intersección y por orla el lema siguiente: ‘Al general Antonio López de Santa Anna por su heroico valor  el 5 de diciembre de 1838, la Patria reconocida’”.

        La placa debía ostentarse  sobre el corazón y la cruz pendiente en el ojal de la casaca, con un listón azul celeste. Santa Anna lo escuchó embelesado y deslizando su espíritu a un estado de infinito  placer.

        Pakenham actuó diligentemente y el 9 de marzo de 1839 se firmó  en Veracruz el Tratado de Paz. El gobierno mexicano se comprometió a pagar los famosos 600,000 pesos de indemnización para los residentes franceses, pero se negó a conceder el tratado que exigían en 1827, y sólo  se ofreció al gobierno francés el mismo trato comercial que se daba a otros países, el cual no incluía la libertad indeclinable para comerciar al menudeo, ni eximía a sus súbditos de los préstamos forzosos.

        Al iniciar marzo  se supo que Baudin no había perdido el tiempo del todo y había entrado en contacto con  el general  José de Urrea,  un antiguo subordinado de Santa Anna – como casi todos los generales de la época- y adversario de  Bustamante,  que ya había sido derrotado en Mazatlán y en Culiacán.  Urrea recibió algunos apoyos de parte de Baudin y se unió a una sublevación en Tampico encabezada por  el capitán Montenegro. El gobierno recibió la noticia del alzamiento y los informes sacudieron a la cúpula centralista. Bustamante, que ya  estaba reducido a segundo plano tras el reencumbramiento de Santa Anna, decidió solicitar autorización para irse a combatir a Urrea, con quien tenía varias cuentas pendientes. El congreso le autorizó la partida el 18 de marzo y designó al Salvador de la Patria como Presidente Interino.

        El 21 de marzo el Presidente Santa Anna firmó el tratado que establecía “una paz constante y una amistad perpetua” entre México y Francia. 

        Como ya con anterioridad era sabido que el Congreso rechazaba el asunto del pago, lo que  en buena medida había sido el detonador de la guerra, Santa Anna  recurrió a su distintiva sagacidad. Él mismo  presentó el tema ante el pleno del congreso, diciendo:

         “…Pero tendré el honor de manifestar antes que todo a la Cámara que si se usó en esta ocasión el verbo pagar, no fue, por cierto, en la acepción que éste tiene cuando se le emplea para la satisfacción de alguna deuda, y que implicaría hasta cierto punto, el reconocimiento de la obligación. Nada menos que eso: se usó únicamente como equivalente de entregar, y ya desde Jalapa se había manifestado al señor plenipotenciario francés que si se consentía en esta demanda era sólo para obviar a mayores inconvenientes y no porque se acatase el principio ni se reconociese la justicia de su aplicación. [...]”

        La cámara lo aplaudió eufórica y  le dio su aprobación.

        El pedazo de pierna de Santa Anna fue  llevado a  su hacienda Manga de Clavo, donde recibió “cristiana sepultura”  con honores militares y un ritual religioso que incluyó misa y dianas. Se mandó construirle una lápida que tituló su tumba, donde yació hasta 1842, cuando fue exhumada y se le trasladó a la Ciudad de México para ser sepultada en un cúmulo con honores de Héroe Nacional, en el Cementerio de Santa Paula, que se ubicaba en un tramo de lo que hoy es Paseo de la Reforma. Pero no paró ahí.  La historia de La Pierna de Santa Anna es más amplia y  la componen significativos momentos de la historia nacional, que ya abordaremos en futura entrega.

         En abril siguiente, lo que quedó de San Juan de Ulúa fue devuelto y al retirarse del Castillo hecho un cascarón chamuscado, la flota francesa se llevó algunos cañones como trofeos. El 27 del mismo mes  los franceses celebraron en la parroquia de Veracruz unas solemnes exequias por el descanso de las almas de quienes murieron durante el conflicto; fueron oficiadas por el padre Bernard Anduze, capellán de la escuadra gala. Después de la misa, la comitiva marchó hacia la isla de Sacrificios para bendecir el camposanto donde yacerían los soldados franceses. Al día siguiente, Baudin se trasladó desde la fragata Nereidaa a  la plaza de armas para despedirse del general Guadalupe Victoria, comandante general de Veracruz.

         Al momento en que la Nereidaa enfilaba hacia Isla Verde, desde el baluarte de Santiago se dispararon salvas de artillería y los cañones de la nave capitana rugieron al unísono.

         Santa Anna se mantuvo en la presidencia durante 5 meses, hasta el regreso de Bustamante.  

         No encontré ningún documento que haga constar el pago de los 600 mil pesos, ni aparecen agregados en el historial de la deuda de México con Francia.

 

BIBLIOGRAFÍA.

Flores, F. A., 1982, Historia de la medicina en México desde la época de los indios hasta el presente, tomo III, México, IMSS, Edición facsimilar de la publicación hecha en 1888 por la Secretaría de Fomento, p. 289.

J. y J. C. Soumia, 1984, Les épidémies dans l’historie de l’homme, Essai d’anthropologie, Flammarion, Paris, p. 134.

Chambers, J. S., Cfr., 1938, The conquest of cholera America’s greatest scourge, The Macmillan Company, New York, p. 24-29.

Rosa, José María, Historia Argentina. Tomo IV: Unitarios y federales (1826-1841), Editorial Oriente, Buenos Aires, 1972

Relatos e Historias en México, número 123.

https://revistacienciasunam.com/es/173-revistas/revista-ciencias-25/1597-el-c%C3%B3lera-en-m%C3%A9xico-durante-el-siglo-xix.html

El Colegio de México, 1981, Historia general de México, tomo 2, México, El Colegio de México, México, p. 799.

Martínez Ortega, Bernardo. 1992. El cólera en México durante el siglo XIX. Ciencias núm. 25, enero-marzo,

https://mxcity.mx/2016/12/motin-del-parian/

https://historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/moneda/372_04_08_AnexoIII.pdf

1833, el año de la cólera en México | Confabulario | Suplemento cultural (eluniversal.com.mx)

 

Tips al momento

Polémica por reelección de Rosario Piedra en la CNDH

Está buena la polémica que se armó en redes sociales por la reelección de Rosario Piedra Ibarra, al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en una discutida reunión con la oposición y la mirada vigilante del coordinador de los senadores morenistas Adán Augusto López, quien fiscalizó el voto de cada uno de los integrantes del bloque oficialista, incluso, se dijo, que se  mandó llamar a la suplente de Yeidckol Polevnsky, quien esataría fuera del país, para que votara en un procedimiento calificado de indigno y cínico.

Se comenta que, la actitud del exsecretario de Gobernación, fue para evitar que en la propia bancada de Morena, se dieran inconformidades en la votación, por eso exigía mostrar el voto a sus legisladores, lo que dicen, habría sido una instrucción del expresidente Andrés Manuel López Obrador, para poner a Rosario Piedra Ibarra, al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de la que dicen ha dejado mucho que desear.

Por cierto, esta mañana el comentario parco de la presidenta Claudia Sheinbaum, fue que se trató de una decisión del Senado, la que se tomó ayer y hasta está ahí. Así, sin mayores comentarios y evadiendo el tema, incluso, se notó cierta molestia, pues dicen, que no estaba de acuerdo con esa reelección. Así las cosas, con esa imposición, comentan

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Está buena la polémica que se armó en redes sociales por la reelección de Rosario Piedra Ibarra, al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en una discutida reunión con la oposición y la mirada vigilante del coordinador de los senadores morenistas Adán Augusto López, quien fiscalizó el voto de cada uno de los integrantes del bloque oficialista, incluso, se dijo, que se  mandó llamar a la suplente de Yeidckol Polevnsky, quien esataría fuera del país, para que votara en un procedimiento calificado de indigno y cínico.

Se comenta que, la actitud del exsecretario de Gobernación, fue para evitar que en la propia bancada de Morena, se dieran inconformidades en la votación, por eso exigía mostrar el voto a sus legisladores, lo que dicen, habría sido una instrucción del expresidente Andrés Manuel López Obrador, para poner a Rosario Piedra Ibarra, al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de la que dicen ha dejado mucho que desear.

Por cierto, esta mañana el comentario parco de la presidenta Claudia Sheinbaum, fue que se trató de una decisión del Senado, la que se tomó ayer y hasta está ahí. Así, sin mayores comentarios y evadiendo el tema, incluso, se notó cierta molestia, pues dicen, que no estaba de acuerdo con esa reelección. Así las cosas, con esa imposición, comentan

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