El forcejeo lleva casi un tercio de siglo. Comenzó en 1992. Delegados de todo el mundo —incluyendo un vacilante presidente estadounidense, George H.W. Bush— se reunieron en Río de Janeiro para celebrar una “Cumbre de la Tierra”, en la que prometieron con seriedad dejar de destrozar el planeta. Se redactó con premura un nuevo tratado mundial y se le puso un gran título: la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.
Era audaz, pues prometía estabilizar los gases de efecto invernadero en la atmósfera a un nivel que impidiera un peligroso calentamiento global. Y era ambigua, pues exigía a los países que no hicieran casi nada, excepto seguir reuniéndose y hablando de cosas. El Senado de Estados Unidos lo ratificó ese mismo año sin muchas dudas.
¿Qué ha pasado con las emisiones desde que las naciones del mundo prometieron estabilizarlas? Han aumentado más de un 60 por ciento. Después de un descenso en 2020 provocado por la pandemia, han reanudado su inexorable ascenso. Las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera ya han alcanzado niveles alarmantes y, en ese sentido, el tratado fracasó. Las temperaturas globales también están aumentando, como lo predijo la teoría científica básica.
El cambio climático catastrófico se cierne sobre nosotros —olas de calor salvajes, incendios destructivos, tormentas épicas— y la situación va a empeorar mucho. Por eso, no hay que ser demasiado escépticos para mirar con recelo la reunión que comenzó el domingo en Escocia.
Esta reunión de dos semanas sobre el clima será la vigésimo sexta ocasión que delegados de todo el mundo se reúnen para debatir sobre el cambio climático, y la crisis climática sigue empeorando.
Sin embargo, la reunión de Glasgow es muy importante. Si termina en un estancamiento diplomático, eso podría hacer mucho daño. Por fin hemos empezado a conseguir cierto impulso internacional para reducir las emisiones. Un fracaso percibido en Escocia fácilmente podría acabar con ese ímpetu y hacer que el mundo retroceda años. Por otro lado, una negociación exitosa podría aumentar el impulso, acercándonos al día en que las emisiones globales alcancen su punto máximo y finalmente comiencen a disminuir.
EL ANTECEDENTE DE LA CUMBRE
Para entender lo que está en la agenda de Glasgow, retrocedamos un poco en el tiempo.
El primer intento de dotar al tratado sobre el clima de una verdadera fuerza fue el llamado Protocolo de Kioto, que entró en vigor en 2008. Fue un esfuerzo para imponer objetivos y calendarios a los países más ricos, la mayoría de los cuales tenían altas emisiones. Los países en vías de desarrollo quedaron exentos, incluida China, a pesar de que sus emisiones ya habían empezado a aumentar considerablemente. Estados Unidos, el mayor emisor del mundo, a lo largo de la historia, y el mayor en el momento de la elaboración del protocolo, se negó a adoptarlo, en parte por temor a incapacitar a la industria estadounidense en su competencia con China. (Al final, los recortes de emisiones de los países que ratificaron el Protocolo de Kioto se vieron anulados por el aumento de las emisiones en el mundo en desarrollo).
Los negociadores volvieron a intentarlo en 2009, en Copenhague. Sin embargo, un nuevo gobierno estadounidense, bajo el mandato de Barack Obama, no logró enfocar a los países del mundo en una causa común.
Ese fracaso preparó el terreno para un repunte. En 2010, los negociadores abandonaron el intento de imponer objetivos y calendarios a los países reticentes. En su lugar, dijeron: “Vengan y dígannos qué pueden hacer”.
Ese enfoque al parecer más débil tuvo un resultado sorprendente: produjo una mayor ambición mundial. Al eliminar la presión de los objetivos obligatorios, casi todos los países se comprometieron a abordar el problema. Mucho mejor preparado esta vez, el gobierno de Obama negoció directamente con China, y ambos países ofrecieron audaces compromisos de reducción de emisiones.
Ese enfoque culminó a finales de 2015 con el Acuerdo de París sobre el cambio climático, que se celebró en una enorme sala de conferencias de madera contrachapada en las afueras de París, donde sonaron los vítores y corrió la champaña. El cambio climático ahora se consideraba un problema que todos los países debían atender.
Aun así, los compromisos nacionales asumidos en París eran totalmente insuficientes. Si se cumplían, de todos modos permitirían que el calentamiento global alcanzara niveles peligrosos. Tras reconocer esto, los delegados en París adoptaron un mecanismo de “engranaje”, que requiere que los países se presenten cada cinco años y hagan promesas nuevas y más audaces. Esto debía ocurrir en 2020, pero se retrasó un año por la pandemia. Así que es en Glasgow, este año, donde deben presentarse los primeros compromisos nuevos.
LA NECESIDAD DE ALGO GRANDE
El Reino Unido, anfitrión de la conferencia, está intentando convencer a los países del mundo de que hagan algo grande. Muchos de ellos dicen que reducirán sus emisiones casi a cero para 2050 o 2060, y los más audaces establecerán objetivos para 2030. Esto es importante, porque los objetivos estrictos para 2030 hacen más difícil la postergación; exigen que actúen los políticos que están en el poder ahora mismo.
Las emisiones en Estados Unidos ya se han reducido un 20 por ciento desde su punto máximo en 2005. Gran parte de ese esfuerzo corrió a cargo de los gobiernos estatales y locales, y de la industria, los verdaderos caballos de batalla en esta cuestión, en Estados Unidos. El presidente Biden se ha comprometido a reducir las emisiones nacionales a la mitad para 2030, en comparación con los niveles de 2005, y a eliminarlas en gran medida para 2050. No obstante, ha tenido problemas para lograr que se aprueben sus planes en el Congreso y ha llegado a Glasgow con las manos casi vacías.
Dado el largo y problemático historial de estas negociaciones internacionales, ¿han tenido algún valor real? La mejor manera de ver la historia es decir que, a casi un cuarto de siglo de fracasos, le han seguido seis años de éxitos moderados.
Las instituciones internacionales y los tratados globales son intrínsecamente débiles, y el acuerdo sobre el clima se encuentra entre nuestros tratados más débiles. Sin embargo, en estas reuniones periódicas, ofrece un entorno en el que puede desarrollarse el drama climático.
Los líderes acuden a estas conferencias y se comprometen porque les da vergüenza no hacerlo. Sí, los compromisos todavía son demasiado débiles. Los países no están rumbo a cumplir siquiera sus compromisos más débiles, y el mundo está muy lejos de donde debe estar.
Las emisiones no son el único problema. Los países ricos prometieron destinar 100 mil millones de dólares al año para ayudar a los países pobres a hacer frente a la emergencia climática, y no han entregado la suma completa. Estados Unidos es uno de los más grandes morosos. Se espera que haya mucha agitación en torno a este tema. Es uno de varios que podrían hacer que la conferencia se disuelva en recriminaciones y fracasos.
Mientras los delegados regatean, el trabajo de campo es donde se encuentra la verdadera esperanza. Si las emisiones pueden reducirse en decenas de países, como ha ocurrido, pueden acabar descendiendo en todos los países. Si Noruega puede lograr que el 60 por ciento de los autos nuevos que se venden sean eléctricos, también pueden hacerlo todos los países. Si California puede ordenar que todas las casas nuevas que se construyan tengan paneles solares en el tejado, también pueden hacerlo los demás estados. c.2021 The New York Times Company
Que empiece el forcejeo. Dejemos que los líderes mundiales se comprometan, y luego volvamos a casa para abordar el trabajo real. c.2021 The New York Times Company
*El autor es exescritor en materia de medioambiente de The New York Times, es académico en el Centro de la Universidad de Harvard para el Medioambiente.
Tomado de Vanguardia
Con información de The New York Times