Estas, que deberían ser unas líneas jubilosas (la semana entrante presento mi primera novela Chihuahua: Comenzar a Morir y algo quería contar al respecto), lo son apenas. La semana pasada murió mi primo Homero a consecuencia del COVID.
Homero y yo teníamos años sin vernos, él se fue a vivir y a trabajar a los Estados Unidos desde hace años y, como muchos connacionales, las posibilidades de regresar se ven mermadas ya que de hacerlo podrían no regresar. Homero se quedó allá, pues, y allá prosperó. Allá se asentó, trabajó de sol a sol y allá crecieron algunos de sus hijos. Hace unas semanas, Homero se contagió con la terrible enfermedad, tras una lucha agónica, al final debió se entubado, perdió la batalla y el miércoles murió.
Todos hemos resentido, en algún momento de nuestras vidas, la muerte de un ser querido. Yo mismo, en dos meses hará un año, perdí a mi mamá a causa de la misma enfermedad.
Siempre frente a la muerte se queda uno atónito. Hay ocasiones, verdaderamente las hay, en que la muerte constituye una liberación y se la ve con gratitud; ocurre tras enfermedades largas y dolorosas mayormente, pero cuando la muerte llega de manera súbita, en la flor de la edad o en alguien cuya salud parecería de hierro (como es el caso), la muerte se vuelve insidiosa y aleve, tosca y grosera, dolorosa y triste.
A Homero tenía años sin verlo, cierto; sin embargo, de algún modo extraño pareciera que no. Homero es de esas personas que se quedan en la vida de uno porque simplemente nunca salieron. ¿Y cómo? Verdaderamente cómo, si con él crecí.
De la familia de mi padre sé poco, nada en realidad, pero la de mi mamá es otra cosa. Y aunque no los conozco a todos (les crecen hijos como conejos, de suerte tal que en esta tercera generación existen un sinfín de rostros definitivamente sin nombre), conozco a la inmensa mayoría y con todos he convivido. De hecho, mi primera infancia está poblada de mis primos. En algún punto de nuestra historia común vivimos calle de por medio y definitivamente sin ellos no se pueden explicar las peripecias de mi adolescencia y juventud temprana.
Fue con Beto con quién más afinidad tuve en la pubertad, con Salvador con quien me fumé mi primer cigarro, con Martín con quien lamenté un célebre descalabro amoroso y mejor no le sigo porque sería una historia de nunca acabar; pero, definitivamente, Homero siempre estuvo ahí. El mayor de los hermanos, él y Paty, mi hermana, constituyeron una especie de referente en las vidas de todos nosotros. Se casaron primero, fueron los primeros en traer a la familia nuevos retoños, etc. Así, es como se perfila la vida de las personas: vivencias, anécdotas, recuerdos, charlas interminables que giran en torno a las mil y una incidencias propias de una familia que suma decenas de miembros, dispersos en una amplia geografía.
Con Homero, alguna vez me fui de gira. Manejaba él un tráiler blanco, si mal no recuerdo, y por ahí anduvimos, yendo y viniendo, devorando kilómetros. Yo de poco o nada podía servirle pues soy, siempre he sido, un negado para la mecánica y en general para las cosas prácticas del mundo, así que lo único que debió divertirlo fue mi cháchara incesante, producto del caudal de lecturas que, ya entonces, sumaba cientos de libros. A risotadas celebraba mis ocurrencias; yo no recuerdo cómo ni porque, a los dieciséis años poseía yo un caudal inagotable de chistes de todos los colores que lo hacían estallar en estruendosas carcajadas. Éramos muy disímiles, él grande, fuerte, tosco, vital; yo, escuchimizado, sombrío, taciturno, fúnebre casi, pero la sangre llama, tal parece, y en esas semanas hallamos la senda del entendimiento. Así es también este asunto de ser familia: el afecto incondicional lo desborda todo y vence al tiempo y la distancia.
Murió Homero, pues, queden estas palabras que lo recuerdan y celebran su vida. Un abrazo para mi tía Rosa, el único bastión que queda de la generación de nuestros mayores, para mis primos y sobrinos; para todos, que la muerte nos alcance sin sobresaltos y nos halle en paz, de ánimo entero, con la consciencia tranquila y una sonrisa en los labios.
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Luis Villegas Montes